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jueves, 20 de diciembre de 2012

Susana


Esa mañana, a Juan le extrañó no encontrar a Susana en su cama. Se levantó y buscó a su esposa por toda la casa. Bajó a buscar a Pedro pero éste tampoco estaba en su cuarto. Habrán ido a comprar algo, pensó y se metió a bañar. No notó el papel doblado bajo la lámpara que estaba sobre el buró de la recámara. Pero en la tarde que regresó a casa a la hora de comer y su esposa aún no regresaba empezó a pensar que algo andaba mal y recordó el papel doblado bajo la lámpara.
Había traído a Lalo, su mejor amigo invitado a comer de manera que trató de no mostrarse demasiado preocupado por la ausencia de su esposa quien por cierto ni comida había dejado hecha, quizá debió llamarla para avisarle que venía con David. Le sirvió a su amigo una copa y se fue al cuarto para ver qué decía la carta.
Cuando salió del cuarto estaba lívido y sus ojos centelleaban. Lalo que lo conocía bien, de inmediato le preguntó.
--¿Qué pasa? ¿Algo anda mal?
--Malditos. Me la pagarán. Si creen que pueden burlarse así de mí, están equivocados.
--¿Quiénes? ¿De qué hablas?
Juan sirvió un trago y se lo bebió de un solo sorbo. Se derrumbó después sobre uno de los asientos. Le dio la carta a Lalo y se soltó a llorar cual niño. Lalo leyó el contenido de la carta y le sirvió otro trago a su amigo.
--Vamos Juan, no es para ponerse así. Mujeres hay muchas y a ti no se te dificulta en lo más mínimo conseguirlas. No es para ponerse así.
--Tres años llevábamos juntos, estaba esperando a que cumpliera 18 para pedirle que nos casáramos. Habíamos sido felices, yo la amaba, la cuidaba, no entiendo nada.
--No hay mucho que entender Juan, recuerda que trajiste a Susana a la fuerza a vivir contigo.
--No fue a la fuerza, me la robé, es cierto, pero en los pueblos así se estila. Sus padres nunca hubiesen consentido en que la cortejara.
--Pero si la misma noche que la viste te la llevaste con amenazas a tu casa.
--Pero ella aprendió a amarme, estoy seguro, no había mejor ama de casa en todo Salina Cruz, mi madre estaba asombrada de la rapidez con que aprendía, y nunca me negó nada en la alcoba. Yo fui quien últimamente me ocupé demasiado y ya casi ni la buscaba, pero no era falta de amor, fue a causa de la campaña. Sin embargo ella seguía haciendo todo como siempre, no noté nada.
--Quizá no debiste golpearla, Susana era distinta, no le gustaba, eso podía verlo cualquiera.
--Pues me importa un pito, los buscaré y la mataré, primero a ella y luego a él, de mí nadie se burla y menos una escuincla, mira que cambiarme por un idiota como ese. Si yo mismo le puse a Pedro para que la cuidara, jamás imaginé que la muy puta...
--Vamos, tomémoslo con calma, recuerda que estás en campaña y un escándalo ahorita no conviene. Lo bueno es que somos pocos quienes sabemos que vivía contigo. Te pasaste amigo, creo que tenerla cuatro años encerrada fue demasiado, nadie aguanta no ver más que a tres personas. Ya sé que tú le dabas todo, que la amabas, pero entiende, cuatro años viendo sólo a tres personas. A mí me daba un poco de pena una mujer tan hermosa y encerrada.
--Mi error fue depositar mi confianza en Pedro, pero él también había dicho que era yo su hermano. Las viejas ya sé que son traidoras, pero los jotos, se supone que son muy leales, era en lo que yo confiaba. Ella hasta se puso al brinco cuando le dije que él la cuidaría, decía odiar a los maricas. Y ya ves, ni marica ni nada, yo mismo le traje el amante a casa.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Los Gigantes de las fosas

Al autor de Los Hombres de Piedra y a mi amigo don Juan.

Quedan pocos sobrevivientes, unos cuantos viejos de manos enormes y gruesas. Se les distingue por eso y se les trata con respeto. Son los Gigantes de las fosas. La ciudad fue cerrándole el paso al imperio sobre rocas levantado por estos guerreros. Quien los ve puede de inmediato reconocerlos. El primer impacto son sus manos, anchas y enormes, nervudas, fuertes. Prueba fehaciente de su ancestral origen. Sus ojos, fosas ardientes, hacen que uno se estremezca al verlos. Y si se escucha la sabiduría que emana de sus silencios, es posible, observando sus pupilas, ver la historia a través de un manantial fluyendo.


Conocí a don Juan hace 15 años, lo primero que llamó mi atención fueron sus manos, eran impresionantes. Aparentaba unos 50 años, salvo por el cabello en exceso cano; tenía 70, su espalda era enorme, ancha y musculosa, brazos de piedra y ojos que semejan dos hoyos negros; y si observa uno su iris, es posible observar en el fondo un torrente de agua diáfana y transparente.

Don Juan y yo entablamos una buena amistad, era esposo de mi casera. Soy descendiente de los primeros hombres que poblaron estas tierras –alar-deaba–, llegamos a romper piedra con las manos.

Yo le pedía me contara historias. Me hablaba de un México para mí desconocido. Don Juan es un jubilado ferrocarrilero que se dedica a criar puercos, tiene una memoria asombrosa. Pasé largas tardes escuchando sus historias. Era como ver una película, o leer un códice, por la manera en que las contaba. Escuchándolo conocí el río Nativitas, el río Churubusco y la Estación de trenes.

El lenguaje de don Juan tiene algo de cinema-tográfico, pero hubo un encuentro, en su casa… Don Juan estaba locuaz ese día, gracias a lo cual pude ver “a Tonatihú ardiendo, iluminando las negras piedras que formaban el paisaje de estas tierras en los tiempos precolombinos; y entre ellas, los fulgores que produce el correr de los ríos que bajan desde el Ajusco y el Cerro del Águila y celebran alegres nupcias debajo de la roca volcánica, misma que cubre el paisaje a medias y deja suficientes rendijas para que Tonatihú al entrar a ellas, se descomponga en mil arcoiris de color magenta que compiten en destellos con las auroras boreales cuando Tlaloc y Tonatihú coinciden en darle su bendición a la tierra. Los ríos, uno al oriente, otro al poniente, corren al fondo, braman a la luz de la Luna y se azotan contra las rocas en indiscreta cópula.”

Vi a los primeros Gigantes de las fosas, ancestros de este enorme hombre que me ofreció generoso su historia, contemplar el paisaje: "Un panorama desolador se ofrecía: piedra volcánica de un río a otro, rocas enormes que casi lo cubrían todo, los dos ríos hermanados en el fondo. Los Gigantes, les dieron cauce; con las manos y unas cuantas herramientas rompieron la roca, siempre dejando fosas para que los ríos respiraran, usaron piedras como cimientos para construir sus casas; le dieron forma a la roca y la moldearon a su antojo; después trajeron tierra y lograron sembrar en la piedra volcánica. Yerbas, maíz y otras delicias, arbustos, sauces, ahuehuetes, colorines, y hasta flores brotaron de la negra piedra.

Una vez transformado el paisaje agradecieron al señor Hutzilopchtli los favores recibidos con el sacrificio de una doncella para él y un guerrero para la madre Coatlicue en una fiesta de sangre y flores."

La voz de don Juan suele tener un timbre hermoso, varonil, aunque a veces empieza a gritar un poco más de la cuenta, o bien, cambia a tonos demasiado agudos, de acuerdo a lo que necesite la historia, a mí me parecía en ocasiones que cantaba, más que voz la suya era la voz de un zenzontle que imita lo mismo al huehuetl que a la ocarina. Estos cambios de modulación se deben a que hace años que don Juan está sordo. Tiene un aparato que no usa, lo trae puesto pero no lo enciende, no lo culpo, yo también lo haría. Pero es un gran conversador, le gusta dramatizar en sus pláticas: “Venerable y viejo señor Huitzilopchtli, se ha cumplido el plazo. Respetando tus palabras hasta aquí llegamos. Y gracias a tus favores, hemos logrado dar vida a las piedras”. Anótelo, me decía, para cuando lo escriba. Por supuesto yo no escribía, me dedicaba a escucharlo y me imaginaba estar viendo una película. En cada arranque histriónico de don Juan, mismos que su esposa odiaba por cierto, yo podía ver lo que él estuviese platicando, los caracoles, las chirimías, el huehuetl, escuchándolo asistí a la ceremonia de un fuego nuevo. Vi a los Gigantes de las fosas, quienes tenían el mismo color de las piedras a causa de su trabajo al sol todo el día. Altos, esbeltos, fuertes, bruñidos por el sol, resistir largo rato los embates de la civilización española, pero ésta al fin llegó.

Hubo que adaptar los ritos, y en vez de ir a agradecer y pedir a los cuatro elementos su protección, se empezó a celebrar en el mismo día, a la Virgen de la Candelaria. La ciudad se fue poblando y extendiendo y hará unos 50 años que entró de lleno en la tierra de los Gigantes de las fosas.

Quedan ya muy pocos de ellos, la mayoría tiene más de 90 años, uno los reconoce principalmente por sus manos que a cualquiera impresionan y sus ojos, que tienen la profundidad de dos hoyos negros como las hondas fosas de esta zona de la ciudad.

Don Juan es un hombre que prefiere transportarse en bicicleta a manejar su auto del año que le regaló su hijo. Siempre tiene tiempo para una buena plática, que es más bien un monólogo. Él habla y hace preguntas que pueda uno contestar con un movimiento. Pero cuando se inspira y el tema le gusta uno lo ve convertido de verdad en un Gigante de las fosas.



México, Coyoacán
“La flaca de la esquina”

miércoles, 28 de marzo de 2012

CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL (Ensayo o intento de)


Por Aura Macías

Mario miró atónito lo ocurrido en su despacho. Años de trabajo regados por todo el cuarto, habría que meter a esta mujer a un manicomio. Era de esperarse, Julia siempre fue en exceso temperamental, muy pasional, quién sabe en qué pensaba cuando se metió en esta relación.

El escritor daba vueltas de puntitas por el cuarto para no pisar libros y papeles y tratar de descifrar el orden que el desorden de la furia de su tía examante había creado. Para calmarse tomó un paño que estaba sobre su escritorio y sacudió el polvo de El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa. Tengo que releerlo, pensó. Me va a tomar años reordenar esto, será mejor contratar a alguien, pensó, y levantó Las lanzas coloradas; recordó con placer las horas embebido en Pietri y su literatura, también tendría que volver a leerlo, pensó al colocar los libros en el anaquel, en un intento de ordenar el caos dejado por su examante y tía.

Se inclinó para recoger unos libros y vio algunas cuartillas regadas. Por fortuna Mario había numerado y puesto cornisas de manera escrupulosa a cada uno de los originales. Parece ser Los jefes, eso quiere decir que también vació el archivo, esto lo había escrito en 1952. Colocó las cuartillas en uno de los anaqueles y tomando un papel autoadherible, escribió una etiqueta para ir ordenando un poco el caos: Los jefes, 1952. Después de colocar las cuartillas y el papel en el librero, continuó recogiendo libros; Abbadón el Exterminador de Sábato quedó junto a José Lezama Lima y su Yo, el Supremo, pasó buen rato hojeando éste mientras pensaba en demandar a Julia por los destrozos. Esto me va a salir carísimo, tendrá que ser un bibliotecario con experiencia quien le dé orden de nuevo, y con seguridad le tomará años.

Abrumado, tomó un montón de cuartillas que descansaban en el asiento del escritorio y las puso sobre el mismo. Volteó el sillón que estaba patas arriba y dejó caer su enorme cuerpo. Tenía que suceder justamente este 29 de marzo en que cumplía 41 años. Revisó las cuartillas, pertenecían a La ciudad y los perros; éstas las escribí en 1963, tomó otro papel y anotó, La casa verde, 1966; La huída del Inca, 1952. Será mejor poner primero sólo las novelas: Los cachorros…, no recuerdo el año en que escribí éste, tal vez fue en 67; Pantaleón y las visitadoras, este es más reciente, quedó impreso en 1973.

Julia amenazó con demandarlo, será mejor que llame al abogado y le diga lo que está pasando. En algún modo le encantó el numerito que la mujer armó, comprendió por qué estuvo tanto tiempo a su lado, era un torbellino de pasiones, arrasó con todo, no dejó lámpara, libro o adorno vivo, arrancó gobelinos, cuadros, candelabros, todo fue a dar al suelo. Cuando él entró ya había tirado todos los libros y seguía frenética arrancando cuadros, intentando incluso tirar los enormes libreros que por suerte, ella misma había tomado la decisión de mandarlos a hacer empotrados en la pared, él que no tenía un tamaño despreciable, tardó en poder controlarla, la sacó cargando y la metió chillando a su auto dándole órdenes al chofer de que se la llevara lejos muy lejos o lo haría perder la paciencia y no respondía de sí mismo.

Se deprimió un poco, se sintió viejo, generalmente disfrutaba mucho haciendo el recuento de sus libros a la prensa o con sus amigos, su biblioteca era una de sus mayores orgullos, en especial por contener tantos volúmenes de su propia obra. Pero en ese momento sentía que no podía recordar ni siquiera cuáles fueron los argumentos de cada uno de los cuentos, ensayos o novelas que había escrito. Frente a él estaban un montón de cuartillas de Conversación en la Catedral, revueltas. Recordó con nostalgia el trabajo que le costó armar esta novela, los montones de cuartillas que escribió cuidando siempre un orden estricto en cada una de ellas. Cuando empezó a editarla, ya tenía kilos y kilos de cuartillas. 21 años de historia era demasiado, un camarada escritor le dijo cómo entrarle, fue bueno centrarse en la historia de estos tres personajes y dejarlos platicar y recoger la historia que cada uno de ellos platica en sus diálogos. Vaya que había sufrido para hacer los diálogos al principio, a veces tres cuartillas de datos se convirtieron en un diálogo que no abarcó más de unas tres o cuatro líneas. En otras ocasiones, por el contrario, tuvo que recurrir a la narración más que al diálogo. Eso no le gustó mucho de la novela cuando la releyó una vez que ésta estuvo impresa. Sentía que el principio estaba demasiado narrado y era en el diálogo donde estaba encontrando la manera de jugar con el tiempo y el espacio. Esta novela tendría que reordenarla él, le serviría para recordar cómo la hizo; los críticos alabaron el ajuste temporal que logró la novela. Ni idea tienen de las horas y horas de trabajo que esto tomó.

El que mucho abarca poco aprieta dice el dicho y sin embargo Mario ha abarcado todos los géneros, ensayo, novela cuento, su espléndido poder narrativo le permitieron incursar en casi todos los géneros, así opinaba el periodista cuyo nombre había sido cortado y no encontraba más que la cola de las j y las g, en un recorte de periódico que cayó en las garras de su tía-amante. A mi Conversación en la Catedral es una de las que más le ha gustado, la critica opinó “que quiso revelar la naturaleza porosa de la estructura social arequipeña, decir que tanto los que pretenden mantener su integridad como los que experimentan la atracción seductora del poder, acaban girando en el vacío.” En mexicano: La vida no vale nada.

La modestia no es una de las cualidades de Mario y en alguna entrevista comentó que había querido plasmar esta nueva sociedad que abandona lo rural por lo citadino. Recuerda la entrevista mientras ordena las cuartillas. Creo que logré muy bien la historia de una generación frustrada por los avatares que la condenan, impidiéndole la cristalización de sus proyectos, envolviéndola en la secuela de actos corruptos que dimanan del poder y alcanzan todos los estratos. ¡Qué mamón! Y ¡qué guapa aquella periodista! Se dedicó a tratar de apantallarla toda la entrevista.
Mario tomó el teléfono y marcó el número de su abogado. "Necesito hablar contigo, Julia vino. ¡Cómo que no mueva nada! Ven a ver el desastre que dejó hecho el estudio. Todo, sacó todo, está furiosa. Amenazó con demandarme legalmente. Te espero".
Se levantó y cuidando no pisar nada, mientras con el pie va apartando algunos libros se dirige a un bar en uno de los anaqueles y levanta algunas botellas, se sirve un trago y regresa a ordenar las cuartillas en la mesa.
Encontró un recorte de periódico de esos que Julia guardaba con tanto esmero, y había sobrevivido, éste sí, a su furia. Era una crítica sobre Conversación en la Catedral decía “era el modelo de novela que su búsqueda estética ambicionaba. Y de hecho sí, la pretensión era grande, pretendió y logró sustituir los capítulos de la novela tradicional por el montaje de situaciones narrativas alternantes, dispuestas en secciones. En cada una de ellas se entrecruzó diálogos de los personajes, correspondientes a momentos y lugares distintos, de manera tal que diversas voces se cuelan en otros diálogos. Sin duda el pasado próximo y el lejano se inscriben en la trama a medida que el diálogo corres-pondiente al presente de la novela los iba requiriendo. Fue todo un acierto. Fue difícil ver a Perú desde el ángulo que componen el hijo de don Fermín Zavala y su sirviente, el que logró destacar desde un presente melancólico.” Este crítico sí que sabía de literatura, pensó Mario, y después de dar un trago a su bebida encendió un habano y siguió leyendo: “En la implacable sociedad peruana los personajes muestran su vida íntima con su carga de miserias y sus posibilidades frustradas. Personajes que sopor-tan el peso de una historia en la que no se vislumbra el viento liberador de la utopía y ningún horizonte promisorio. La intimidad de sus vidas se halla inevitablemente abocada a la frustración. Y cuando no es el vicio en sus diferentes manifestaciones el sustituto magné-tico, aprisionante, de los apetitos frustrados, es la callada aceptación de su imposibilidad lo que ha de prevalecer.” Excelente la retórica de este crítico, mejor hubiera escrito él la novela, pensó Mario, porque de la mía entendió un carajo.
Eso y más se dijo de este libro, horas y horas de trabajo desentrañando historias que tienen en común la pátina de mediocridad la alienación aplastante impuesta por el régimen. En realidad este Zavalita resultó un buen conversador, excelente hilo conductor para el relato, piensa Mario y termina su trago y se sirve otro.
Esta vez ya no regresó al bonche de papeles, su abogado le había dicho en el teléfono que no tocara nada, que en unos momentos llegaría y tomarían la decisión de qué hacer. Salió del estudio y fue a sentarse en el recibidor, llevaba en sus manos un ejemplar de El sonido y la furia, que había rescatado de entre el montón de libros regados por todo el estudio.
No tardan el llegar los invitados. Y los no invitados también, pensó molesto, le esperaba un largo día de sociales. Habrá que mantener el estudio cerrado, siempre piden entrar, o él los invita. Tendré que contarles lo que pasó en la mañana. Tal vez sea mejor ponerse a cancelar toda cita. Nunca pensé que Julia se enojara tanto, no pudo distinguir literatura de la realidad. De hecho nunca pudo, siempre pensó que lo que vivíamos era una novela. Aunque haciendo honor a la verdad, lo era, nuestro parentesco…, mira que tirarte a tu tía y no sólo eso, escribirlo, creo que te pasaste Mario. Pero pasó de novela de amor a policiaca.
Se dispuso a leer a Faulkner mientras esperaba la llegada de su abogado. Después de todo no era la primera vez que alguien se ofendía por cómo platicaba él las cosas en sus libros... Algún día escribiré un ensayo sobre eso, pensó. Lo titularé La verdad de las mentiras, notó en una hoja en blanco, ensayo, La verdad de las mentiras, puso la fecha y acto seguido: se perdió en los abismos de Faulkner.

Los gigantes de las fosas


Los Gigantes de las fosas

Al autor de Los Hombres de Piedra 
 y a mi amigo don Juan

Quedan pocos sobrevivientes, unos cuantos viejos de manos enormes y gruesas. Se les distingue por eso y se les trata con respeto. Son los Gigantes de las fosas. La ciudad fue cerrándole el paso al imperio sobre rocas levantado por estos guerreros. Quien los ve puede de inmediato reconocerlos. El primer impacto son sus manos, anchas y enormes, nervudas, fuertes. Prueba fehaciente de su ancestral origen. Sus ojos, fosas ardientes, hacen que uno se estremezca al verlos. Y si se escucha la sabiduría que emana de sus silencios, es posible, observando sus pupilas, ver la historia a través de un manantial fluyendo.
Conocí a don Juan hace 15 años, lo primero que llamó mi atención fueron sus manos, eran impresionantes. Aparentaba unos 50 años, salvo por el cabello en exceso cano; tenía 70, su espalda era enorme, ancha y musculosa, brazos de piedra y ojos que semejan dos hoyos negros y si observa uno su iris percibe en el fondo un torrente de agua diáfana y transparente.
Don Juan y yo entablamos una buena amistad, era esposo de mi casera. Soy descendiente de los primeros hombres que poblaron estas tierras –alardeaba– , llegamos a romper piedra con las manos.
Yo le pedía me contara historias. Me hablaba de un México para mí desconocido. Don Juan es un jubilado ferrocarrilero que se dedica a criar puercos, tiene una memoria asombrosa. Pasé largas tardes escuchando sus historias. Era como ver una película, o leer un códice, por la manera en que las contaba. Le prometí escribirlas algún día.
El lenguaje de don Juan tiene algo de cinematográfico, pero hubo un encuentro, en su casa. Ese día hice un comentario sobre sus manos. Don Juan estaba locuaz gracias a lo cual pude ver “a Tonatihú ardiendo, iluminando las negras piedras que formaban el paisaje de estas tierras en los tiempos precolombinos; y entre ellas, los fulgores producidos por el correr de los ríos que bajan desde el Ajusco y el Cerro del Águila los cuales celebraban alegres nupcias debajo de la roca volcánica, misma que cubría el paisaje a medias y dejaba suficientes rendijas para que Tonatihú al entrar ellas, se descomponga en mil arcoiris de color magenta que compiten en destellos con las auroras boreales cuando Tlaloc y Tonatihú coinciden en darle su bendición a la tierra”. Pude contemplar “los dos ríos, uno al oriente, otro al poniente, corriendo al fondo, bramando a la luz de la Luna y rugiendo contra las rocas en indiscreta cópula.”
Vi a los primeros Gigantes de las fosas, ancestros de este enorme hombre que me ofreció generoso su historia, contemplar el paisaje: Un panorama desolador se ofrecía: piedra volcánica de un río a otro, rocas enormes que casi lo cubrían todo, los dos ríos hermanados en el fondo. Los Gigantes, les dieron cauce. Con las manos y unas cuantas herramientas rompieron la roca, cuidando siempre de dejar fosas para que los ríos respiraran; usaron piedras como cimientos para construir sus casas; le dieron forma a la roca y la moldearon a su antojo; después trajeron tierra y lograron sembrar en la piedra volcánica. Yerbas, maíz y otras delicias, arbustos, sauces, ahuehuetes, colorines, y hasta flores brotaron de la negra piedra.
Una vez transformado el paisaje agradecieron al señor Hutzilopchtli los favores recibidos con el sacrificio de una doncella para él y un guerrero para la madre Coatlicue en una fiesta de sangre y flores.

La voz de don Juan suele tener un timbre hermoso, varonil, aunque a veces empieza a gritar un poco más de la cuenta, o bien, cambia a tonos demasiado agudos, de acuerdo a lo que necesite la historia, a mí me parecía a veces que cantaba, su voz era la de un zenzontle que imita lo mismo al huehuetl que a la ocarina. Estos cambios de modulación se deben a que hace años que don Juan está sordo. Tiene un aparato que no usa, lo trae puesto pero no lo enciende, no lo culpo, yo también lo haría. Pero es un gran conversador, le gusta dramatizar en sus pláticas: “Venerable y viejo señor Huitzilopchtli, se ha cumplido el plazo. Respetando tus palabras hasta aquí llegamos. Y gracias a tus favores, hemos logrado dar vida a  las piedras”. “Anótelo”, me decía, “para cuando lo escriba”. Siempre ofrecía anotar pero la verdad me gustaba escucharlo y concentrarme en las imágenes que él me regalaba.
En cada arranque histriónico de don Juan, mismos que su esposa odiaba por cierto, yo podía ver lo que él estuviese platicando, los caracoles, las chirimías, el huehuetl, escuchándolo asistí a la ceremonia de un fuego nuevo. Vi a los Gigantes de las fosas, quienes tenían el mismo color de las piedras a causa de su trabajo al sol todo el día. Altos, esbeltos, fuertes, bruñidos por el sol, resistir largo rato los embates de la civilización española, pero ésta al fin llegó.
La voz de don Juan me llevó a la época en que hubo que adaptar los ritos, y en vez de ir a agradecer y pedir a los cuatro elementos su protección, se empezó a celebrar en el mismo día, a la Virgen de la Candelaria. La ciudad se fue poblando y extendiendo y hará unos 50 años que entró de lleno en la tierra de los Gigantes de las fosas.
Quedan ya muy pocos de ellos, la mayoría tiene más de 90 años, uno los reconoce principalmente por sus manos, que a cualquiera impresionan, y sus ojos, que tienen la profundidad de dos hondas fosas. En La Candelaria Coyoacán quedan ya muy pocas, dos o tres.
Don Juan es un hombre que prefiere transportarse en bicicleta a manejar su Ford del año que le regaló su hijo. Siempre tiene tiempo para una buena plática, que es más bien un monólogo. Él habla y hace preguntas que pueda uno contestar con un movimiento. Pero cuando se inspira y el tema le gusta se transforma en un Gigante de verdad. A través de sus charlas recorrí el México de los años 20, cuando todavía Tlalpan no la entubaban. Viajé en máquina de vapor y jugué entre los durmientes de la estación de ferrocarril San Lázaro.
Gracias a mi relación con él conocí de la historia del lugar donde más tiempo he pasado en mi vida, La Candelaria Coyoacán.

Zapatos


La noche anterior había preparado cuidadosamente sus cosas: la playera, el short, una toalla, jabón, desodorante, y por supuesto: los zapatos de futbol. Se había inscrito en una liga de futbol rápido y no había podido asistir por estar trabajando horas extra para juntar el dinero necesario para comprar los zapatos indicados. El sábado en cuanto el ingeniero les pagó salió corriendo a comprarlos.
No eran de marca pero eran una imitación muy buena. Había pasado la tarde preguntando en Tepito y tuvo que regresar el domingo pues el sábado de plano no había podido decidirse, los de marca estaban carísimos, aún cuando la marca fuese pirata.
Pasó la noche soñando ser ganador del campeonato de futbol rápido de la colonia primero, de la ciudad y nacional después. Amaneció cansado y aturdido por la noche agitada. Hacía un frío de los mil demonios.
Todos los días su rutina arrancaba a las cuatro de la mañana. Se levantaba y ponía el pocillo con café que recalentaba hasta tres o cuatro veces para que rindiera. Esa mañana sabía espantoso, quizá era ya a cuarta recalentada. Bebió muy poco y trató de despertarse con el agua fría que trajo en un balde de la toma de agua ubicada en la entrada de su vivienda. Se preparó una torta y un poco de agua de limón para cuando el hambre apretara y la metió en la maleta que había preparado cuidadosamente la noche anterior.
Bien abrigado cerró el gas y salió a toda prisa con su maletín al lado. Tenía por delante dos horas y media de camino de Santa Fe hasta Xochimilco donde estaba trabajando desde hacía seis meses. Trabajo que no disfrutaba en lo más mínimo pero había tomado para hacer sentir culpable a su madre quien se había puesto como energúmeno porque había perdido el año tonteando en las canchas de futbol rápido. En cuanto su madre se enteró le retiró todo apoyo económico así que su vocación dependía de su esfuerzo.
Dormitó en el metro aunque iba parado, la gente era tanta que se podía hacer eso. Una señora le dio un codazo para bajar y lo devolvió a la realidad. Poco a poco se fue vaciando el metro. La próxima tomo el periférico, se dijo, aunque tenga que gastar un poco más. Al fin ya compré los zapatos.
Cuando por fin llegó a la obra en que trabajaba ya estaba cansado y hambriento. Por suerte el ingeniero, ni sus luces. Fue de los primeros en llegar. Aprovechó y se desayunó lo que llevaba. Ni modo, iba a tener que comprar algo al rato para la comida. Llegó el ingeniero y repartió las tareas. Todos a trabajar. Suspendieron hasta la una de la tarde, ya hacía hambre así que fueron por sus cosas, la mayoría llevaba algo preparado de casa.
Llegó y abrió su maletín para sacar el dinero e ir a comprar algo y fue cuando empezó todo: los zapatos se cayeron y todos empezaron a jugar con ellos, se los aventaban unos a otros. “¡Pinche pirruris!, ¡huy sí, mis Nike muy Nice!, ¡No mames!... Y pasaban los zapatos de una mano a otra. Él hacía esfuerzos desesperados por quitárselos, lo que más le preocupaba es que iban a mancharlo nunca se lavaban antes de comer y ahora tenían sus manos llenas de grasa ya que llevaban guisados preparados por sus diligentes esposas o madres y en su mayoría consistían en algún caldo grasoso y picoso. Entre risas, gritos, empujones  e insultos los zapatos terminaron colgados de los cables de luz.
Furioso subió al primer piso y tomó un rodillo que el pintor había dejado y trató de alcanzar los zapatos. No supo cómo pasó, de pronto tenía los zapatos en la mano y estaba colgando él de los cables. Por desgracia, estaba demasiado consciente para estar muerto, pero si colgaba de unos cables de luz sin duda se había electrocutado. Fue en ese momento que sintió el golpe en su cabeza. Se levantó y vio los zapatos exhalando humo, no daba crédito. Trató de apagarlos contra su ropa y vio entonces que todo él exhalaba humo. El olor a carne y pelo quemado que sentía provenían de él. Un señor se acercó con una cobija y se la enredó, su gesto era piadoso y temeroso a la vez, como si temiese ser contagiado de algo. Sin duda su aspecto debía ser terrible, trató de arreglarse la ropa mientras escuchaba  la sirena de la ambulancia acercándose.
Mi madre se pondrá furiosa, pensó. Se desvaneció al subir a la camilla. Sólo entonces soltó los zapatos.

Bailemos flaquito


Recorrí Coyoacán. Quería provocar un encuentro. Recordé aquellos días sentados en cualquier banca comiendo tamales y atole después de una sesión de mucho amor y sexo, viendo a las palomas alimentarse y tratando de descifrar las señales que se dan para emprender el vuelo.

Sabía perfectamente que encontrarte era imposible y, sin embargo, en mí crecía esta necesidad urgente de sentir que amo y creo en algo, que pertenezco a algún sitio. Fue inútil, Coyoacán era extraño, quizá tan extraño como extraña soy, como extraña fue la relación que tuvimos.

Un día nuevo que surge de la oscuridad y nos va inundando con su luz que obliga a la sangre a entrar en actividad. La mía hace rato que no tiene mucha. La aurora, el amanecer, el despertar del monstruo. Se apagan los grillos, dan paso a los timbres, el gallo se mezcla con una sirena de ambulancia, la campana de la iglesia le hace segunda a la de la basura, aire fresco, los gritos de un tipo ofreciendo gas, ruidos, autos, motos, camiones todo en esta ciudad es siempre movimiento.

Vagamos por la plaza de la solidaridad. Parecía domingo de alameda en pueblo. Día de muertos, es tu cumpleaños; había una ofrenda para los muertos en el temblor. Caminamos largo rato juntos, dimos no sé cuántas vueltas. Después de largo rato dijiste: ¿Es concurso o qué? Reímos de la cantidad de gente que habíamos saludado. Tengo la sospecha que a mí a menudo me confundían con alguien, venía de una etapa de chamanismo involuntario y mutaba a la menor provocación. Esa noche, tú y yo solos, cada uno en su casa, evitando el quedarse quieto un momento, hablando por teléfono mientras trabajábamos. Arreglando la situación del país, planes, grilla, chistes, cuentos, poco, muy poco de nosotros.

Prendo un toque, te pienso. Es la música, es el olor, la luna, la medianoche, las ganas insatisfechas. Es la atmósfera del baño del "Luc",* el olor a flores marchitas de la cocaína que sale del compartimiento al lado, es aquél mocoso que intenta desde hace largo rato abrazarme o pegar su cuerpo al mío. Tu amigo Lalo acosándome, y yo diciendo no. De nuevo fracasé en el intento, no estás, no logro ubicarte, me da vergüenza preguntar. Fumo... Sólo así.

Una vez más solos cada uno en su departamento, sin querer parar. Viendo siempre al frente, prohibido voltear, aquél que se atreva a hacerlo corre el peligro de convertirse en estatua. Y yo no puedo evitarlo, siempre he de mirar atrás.

El norte, la banda: la Pata, el Fredy, el Brujo, el Tigre, el Campeón. Rompe el alba. Hay que caminar.

–¿Qué onda, qué haciendo? Se te ve fatal.
–Aquí nomás Campeón, voy a conectar un son.
–El Tigre tenía, ¿vamos?
–Va, sirve que pasamos a casa del Brujo y le pedimos que nos deje dárnoslo en su casa.
–¿Qué pasó hijo?
–Se están madreando al Burro.
–No mames, ¿quién?
–La tira, hay apañón.
Sigue de frente, camina, no te detengas, hay que seguir de frente, no voltear, si volteas te conviertes en estatua de sal.

Ya es mediodía Flaquito, el sol, el gato y su servilleta en la banqueta. Coyoacán, la plaza, los Bigotes de Villa, mi vestido blanco, tu mano, los meseros guapísimos, tú guapísimo. Había muchos gatos en aquel restaurante, eso trajo a mi memoria la casa con gatos y llena de libros de Monsiváis a la una vez fuimos juntos, no recuerdo a qué.

La locura ronda, pulula, está en todas partes, flota en el metro, las azoteas, el tráfico, las caras, el viento... Intento sobrevivir a la soledad, a mi propia opresión, las casas, los edificios, los jardines públicos, el metro, el tráfico, los perros en la calle, la locura está en todas partes... más sola que una chinche en un condominio de Las Lomas, con la única premisa de sobrevivir.

Despierto en la oscuridad y te pienso, recuerdo cada parte de su cuerpo desnudo. ¡Cómo te amo mi Flaco!, en la efervescencia del movimiento, del cual me recetas una y mil veces cuál es su razón de ser. Amo tu rostro, tu figura iluminada como sol, colibrí, arcoiris, estrella, pájaro, tú, en la lejanía estás ahí, como madrugada sonriendo, revives, te aíslas, viajas, afuera no existes; eres sólo una canción girando en la tornamesa.

Estoy aquí viviendo en nuestro Coyoacán. El Miedo. Tengo miedo; el año amaneció con miedo, la gente tiene miedo, el gobierno tiene miedo pero capitaliza el miedo de la gente; una vez más perdimos, flaquito. Mi hija de cuatro años, a la pregunta de por quién vas a votar contesta: por la paz. Luego, la hecatombe.

El callejón deformado por el toque, mis carnales en la pinta, tengo miedo, no sé porqué no quiero ser todo esto, no sé porqué estoy aquí. No sé porqué a veces, me da tanto miedo vivir.

En vez de Bigotes tenemos un Sánborns, escojo el Parnaso, éste está lleno de viejitos. Trovadores desfilan pidiendo dinero mientras intento tomar un café y leer. Juego a que te espero. Alguien toca mi espalda, brinco:

–Cómpreme un santito –dice mientras me muestra una estampa de San Antonio.
–No señora, gracias.
–Es muy milagroso.
–No tengo dinero.
–No importa, quédate con ella.

Me recomienda que lo ponga de cabeza; ni madres, si acaso voy a alfiletearlo, a ver si así me deja de hacer milagritos.

Y mi músico qué pensará... Semanas consiguiendo chamba y él, todo el día echado y nosotros muriéndonos de hambre, consigo una tocada y no va. Que se perdió, dice el muy cabrón.

–Siete cervezas y dos cocas.
–¡Sueñan! ¿Quién me va a pagar?
–Aquí tienes cinco mil pesos, ahí luego te damos el resto.
–¿Me ves la cara de güey o qué?
El ligue está grueso, pero si es lo mismo en todos lados donde voy. Total, para qué quiero al pinche músico, con el pegue que me cargo, qué necesidad tengo de estar con un músico fracasado, pacheco, muñeco, esperando no sé qué milagro, desesperándome.

Flaco, mi flaco, no dejes que te lleven, no te dejes llevar, no me dejes, no me lleves, mi músico tocando y tocando y yo que no te dejo de pensar.

Nuevamente he aquí que me tienen sentada en el banquillo de los acusados, la luz brillante lastima mis ojos, la angustia, la culpa por haberme pasado una vida entera pajareando, todo se me viene encima.

Otra vez las tardes moradas, pero ahora más moradas, las noches caminando a solas por calles oscuras, evitando llegar a la casa vacía.
Otra vez las metas inalcanzadas, el trabajo, las ocho horas con las nalgas adoloridas en una oficina para regresar a casa y comer una vez al día, las noches contemplando el techo, las terapias, enterrar a nuestros primeros muertos, la paz.

Yo, intentando no huir de ti, en esta selva que no somos tú y yo, en donde todo tiene ojos, puertas y patas, miradas y nalgas, manos, jerarquías, etiquetas, interpretaciones... Yo intentando huir de la realidad.

El azul de las cortinas de mi cuarto se refleja y se posa en las sillas, en el sillón, los rayos de luz son azules, las nubes de marigüana azules, los focos azules, el techo azul, la alfombra azul, las baldosas azules, el ambiente azul, mi espíritu azul. Norma suelta notas azules en la armónica, Pelusín y sus notas azules en la guitarra, la rola azul, un hombre baila, me invita, bailamos. La ciudad azul. Siento que el mundo se me viene encima.

De fiesta en el departamento de Liliana. Una rubia está recostada en tus rodillas mientras la acaricias y yo contemplando la escena. Estoy desconcertada, perdida doblemente en esta ciudad, sin saber hasta dónde me conducirá porque no tiene límites. Pienso con tristeza en el futuro, en este andar buscando amor desesperadamente en otro cuerpo, y después el vacío, y después el amor y después el vacío, en una eterna y tonta concatenación.

La ciudad antigua renovada. Ahora te busco en el centro, camino alrededor del edificio de gobierno, no entro. El centro, el iluminado zócalo, los edificios coloniales relucen iluminados. Los ambulantes ya se fueron, los pocos que quedan, pues a casi todos los de la zona de museos los quitaron.

Es el festival de primavera, una soprano canta música popular desde el balcón de un edificio.

Te pienso, te huelo, te presiento, todo me conduce a ti y aún así me resisto. Es que ayer revisé la maleta y estaba vacía, no traje nada de este viaje, unas cuantas letras, eso es todo.

Hace tiempo en las bardas del Carmen Coyoacán aparecieron poemas, un grafitero le rendía un tributo a una mujer llamada como yo; pensé en ti, por supuesto; me prometí que un día llenaría Coyoacán entero con letras dedicadas a un mi Flaco.

La lluvia golpea sobre el adoquín, la gente corre con premura hacia las marquesinas de los negocios en busca refugio. Poco a poco la calle va quedando desierta. “Se ama de pie en las calles, entre el polvo de los salones y plazas” desde el recuerdo Martí me susurra. El aire frío lastima mi nariz y mis orejas. Arrastrando los pasos voy a dar al Bértico, en Madero. Es martes en la tarde y el lugar está vacío, en lugar de música está prendida la televisión.

Escribo sobre mi realidad, estos días. Esta ciudad que es mía y no es de nadie, que es de todos, que amo y odio, de la cual quiero huir.
Hace ya rato me robaron la ilusión, me tomó años volver a encontrarla, hoy aquí, caminando en el centro tengo ganas de encontrarte y decirte que hagamos el amor. Despacio, despacio, disfrutemos.

En un portal cuatro ancianos cantan. La vida amigo, se agotó en un santiamén. Camino, camino, ya casi nunca me detengo. Aquí en este centro renovado, bajo la lluvia mi espíritu, tu recuerdo y un gato bailan.

Aprendamos a amar Flaquito, bailemos flaquito, hay una música antigua sonando en el ambiente, inventemos una nueva; hay un cielo y un país que se caen; bailemos, así se nos venga el mundo encima; la ciudad es nuestra, no la perderemos, bailemos. Cerraron el Bar León flaco, a muchos nos cerraron más que eso, pero ni cuenta nos dimos, ni pío dijimos, como no decimos ya pío por nada, esto no va a ningún lado, bailemos, un huapango, un rap, un vals, un jazz, un mantra hindú, lo que sea, bailemos; encontremos la paz, celebremos juntos treinta años de historia. Bailemos flaquito, la vida se agota.

domingo, 25 de marzo de 2012

Magdalena y la Luna




Aquella mañana, Juan se dirigió al embarcadero como siempre, alumbrándose con el ocote que prendió al salir de su casa. Recorrió las estrechas y enredadas calles que terminan en la carretera. Cuando pasó por la zona roja todavía había algunos pescadores borrachos, le ofrecieron comprarle un trago. Aceptó pues le esperaba una jornada larga y el clima aunque agradable, tenía todas las trazas de que se iría descomponiendo conforme fuese entrando el alba.
Juan se sentó un momento con los pescadores, el aguardiente calentó sus sentidos. Sacó de su morral un poco de pescado para mitigar el ardor que el alcohol le provocó en las entrañas.
–Con que eres un tomasolo y por si fuera poco comesolo –la voz de Magdalena lo sacó de la concentración con que masticaba para evitar las espinas del pescado que se comía. La noche anterior su padre tuvo un ataque de asma y él la pasó tomando aguardiente para mantenerse despierto.
Juan poseía un cuerpo atlético pese a beber como el resto de los pescadores, producto de intenso ejercicio pues si bien su casa era pequeña, la enfermedad de su padre lo obligaba a veces a cargarlo, cosa nada fácil considerando que el hombre era enorme gracias al oficio de pescador, que desempeñó durante años. Juan poseía una voz clara y hermosa y tocaba la guitarra, solía ser un hombre muy caballeroso y picante. Componía coplas que cantaba mientras esperaba pacientemente a que la red se repletara de peces.
Cuando la conoció, la belleza de Magdalena lo dejó perturbado, se sintió como principiante por un momento.
–Calma, no muerdo. Invítame de tu pescado. ¿Quieres que le diga a la doña que me deje cocinarlo? ¡Cómo puedes comerlo así, seco!
Antes que Juan pudiese reaccionar Magdalena desapareció con la pieza de pescado seco que tenía unos segundos antes entre sus manos. Pidió más aguardiente y se quedó confundido de la mirada de los hombres, entre sorprendidos y burlones.
–¿Cómo va tu viejo? ¿Crees que la libra?
–No sé hermano, está muy mal, anoche tuvo otro ataque de asma o lo que sea esa maldita cosa que lo deja sin poder respirar. El médico dice que es a causa del trabajo que hizo en las salitreras. Yo por eso no renuncio al río, aunque sea poca, la pesca al menos te da para vivir tranquilo. Y este año han venido especies de todo tipo, sólo que no he salido mucho por no dejar al viejo solo.
–Pasaremos a verlo en cuanto entre el mal tiempo. Ojalá no dure más de dos días esta mala racha.
Magadalena regresó con una cazuela que contenía el pescado que se había llevado aderezado por una salsa roja que olía y resplandecía. Puso una canasta con tortillas y pidió un aguardiente para ella. Se sentó e invitó a los otros dos hombres a comer con ellos.
–No pueden irse a trabajar con tanto alcohol. Hay mal clima en puerta.
Juan se fijó por primera vez detenidamente en Magdalena. Era la hija de la dueña del lugar, no era prostituta, irradiaba una sensualidad que hacía notar que tenía una gran escuela. Todos sabían que no podía ni voltear a verla si ella no quería pues su madre la cuidaba como su mayor tesoro. Tan pronto como la madre vio la belleza de su pequeña hija supo que había sido un error ponerle Magdalena, pero ni hablar, ése era el nombre que el santoral le asignó, no había más que ponerle la protección de la patrona de las prostitutas. Pero el cariño la cegaba y todo lo que su hija amaba ella lo amaba también y Magdalena estaba segura que cuando escogiese a alguien su madre estaría de acuerdo y le terminaría de abrir todos los secretos del erotismo, y no es que conociese pocos, pese al empeño de la madre por mandarla a estudiar lejos y mantenerla siempre alejada de ese ambiente, uno la veía y sin duda pertenecía al reino de Eros. Pasaba horas a solas en su cuarto escribiendo en un cuaderno viejo y repleto de anexos bobos como fotos de actores o escritores, algún poema recortado del periódico o una revista.
Juan sintió el efecto del roce de sus senos sobre su brazo mientras añadía café al vaso con aguardiente que tenía en el otro extremo. Los hombres se disculparon, pagaron su cuenta y los dejaron solos.
Era hombre de muy pocas palabras, la vida de pescador que había adoptado para poder cuidar de su padre enfermo de los pulmones gracias a largas jornadas en las salitreras que dañaron definitivamente sus pulmones y sus riñones. No es que Juan no haya conocido mujer hasta entonces. Las había tenido y muchas, pero no de este tipo. Magdalena, pese al oficio de su madre, quien de prostituta pasó a madrota, era para todos una señorita. En realidad para él había sido una niña caprichosa y mal educada por su madre. Pero esta vez se encontró de pronto, preguntándose qué tan difícil sería satisfacer a esta niña, que sin duda tenía que haber visto de todo gracias al oficio de su madre y el ambiente en que se había desenvuelto.
Sin mucho preámbulo Juan metió la mano debajo del vestido de Magdalena, quien sonrió divertida al ver dibujada la sorpresa en su rostro al encontrar que no traía ropa interior.
–Yo ya escogí hombre. Y tú, ¿tienes mujer? –le dijo sonriendo, como si hablase de algo trivial, no pareció inmutarse ante la mano urgando entre las piernas.
–Creo que ya escogí –dijo Juan y las piernas de Magdalena se abrieron por completo y él sintió como su sexo cedía, se abría a la exploración de la mano que recibió un torrente de miel al acariciarlo.
–Tengo que ir a pescar. –Juan descubrió a la madre de Magdalena en el umbral observándolos.
–Voy contigo. –Magdalena, sin dar tiempo a que él protestara se volvió a su madre y le sonrió--: Voy con Juan a pescar, o a su casa a esperar a que regrese de pescar. Te vengo a ver en la semana.
Así fue como se inició la relación de Juan el pescador y Magdalena, la hija de la dueña del burdel y cantina más concurrido de Catemaco.
Salieron del lugar y ella se pegó a su cuerpo, se colgó de su brazo como si siempre lo hubieran hecho, sus pasos coincidieron y Juan supo que no quería separarse nunca de ella y ella estuvo segura de lo mismo. Se subieron a la barca de Juan y navegaron hacia la luna que era llena esa noche y colgaba sobre el mar cual gran medallón de plata. La laguna estaba iluminada por los ocotes de todos los pescadores que se disponían a pescar y el pueblo arriba lucía sus techos de tejas y sus ocotes alumbrando la entrada.
Entre el pueblo y la luna sus cuerpos se encontraron. Se recorrieron como si se conocieran de siempre, como si todo lo anterior hubiese estado preparando ese momento. La laguna ofrecía un bello espectáculo, la laguna y las barcas iluminadas por la luna, enorme, blanca, sonriente, seductora, sensual.
Después él cantó sólo para ella, huapangos hermosos, llenos de sensualidad y picardía. Rieron y se amaron antes de regresar, bajo la luz del sol, con los cuerpos cubiertos del sabor a humedad del lago.
Al día siguiente los pescadores fueron a ver a su padre. Aprovecharon para dejar caer que era de muy mala suerte llevar a la mujer a pescar con uno. Juan no tomó en cuenta el comentario pues nunca como el día anterior había tenido mejor pesca. Conocía la serie de fetiches y supersticiones que los pescadores usaban para justificar las malas rachas. Atribuían siempre a mala suerte, malos espíritus, supercherías todo lo que ahuyentara a los peces. Esa había sido siempre la diferencia de Juan con el resto de los pescadores. Como creció en la salitrera con su padre, los niños iban a la escuela donde él había aprendido que las mareas y las lluvias alteran la fauna de los ríos, sin contar con la influencia de los ciclos lunares, lo que a Juan le apasionaba. Fue eso lo que más lo unió a Magdalena, la coincidencia en el embrujo por la Luna. Magdalena la amó y le hizo prometerle que la llevaría siempre con él a verla. Ahí frente a ella se juraron amor eterno y amarse aún después de la muerte.

Magdalena trajo vida nueva al enfermo padre de Juan. Le llenó la casa de menta y lavanda para que sus pulmones se despejaran, le preparó mil tés de bugambilias unos y yerbas que raspan otros. El hombre tomaba los remedios entre risas por las bromas que le hacía la compañera de su hijo.
La madre de Magdalena le prohibió ir a visitarla, sólo ella iba a su casa a verla. No era apropiado que en su nueva condición mantuviera sus antiguas amistades, decía. No era bueno para ella y Juan, el sexo y el alcohol son los enemigos del amor eterno, decía no sin sobrarle sabiduría. Sometía a Magdalena a largos interrogatorios sobre la relación, que desde su punto de vista se basaba en el sexo, no podía ser de otra forma.
Pero Magdalena y Juan sabían que si bien era el sexo lo que los unía, no era sólo eso, sentados mirando a la luna solían mandarse mensajes a través de ella. Y sólo entonces se involucraban todos los sentidos, todos los miembros, claro que ambos habían aprendido lo suyo, pues sin duda ella era una maestra en las artes del amor, no sólo en la barca, sino también en la casa, la que llenó de flores, alegría y remedios para el padre moribundo. Juan la seducía con versos eróticos y románticos que cantaba a lo largo de la jornada y ella se restregaba a su cuerpo todo lo que podía mientras él trabajaba. Se empeñaba en ayudarle con la red para coquetearle y sentir cómo sus músculos se tensaban mientras subía la red.

La prosperidad tocó a las puertas de Juan y pronto las envidias hicieron su efecto. Las malas lenguas decían que Magdalena era bruja, que Juan estaba progresando porque la mamá de ella lo estaba ayudando, en fin, una sarta de sandeces a las cuales Magdalena y Juan se mantenían ajenos ocupados en la salud del viejo, la cual empeoraba día a día.
Magdalena hacía hasta lo imposible por levantar la salud del viejo. Molía y procesaba cuidadosamente la amapola para dársela como remedio para el dolor que iba en aumento, lo mismo que la necesidad del medicamento.
El médico opinaba que era cuestión de tiempo. Magdalena dejó de ir con Juan a pescar. Sólo iba las noches de luna llena y hacían el amor después de un largo baño bajo su luz. Regresaban con las redes repletas de buena pesca. Habían contratado a un peón que lo llevaba a vender al pueblo. De vez en cuando éste era portador de alguna que otra noticia pero en general tenía el carácter silencioso de su patrón.
Magdalena sabía que lo único que podía hacer por el viejo era prepararle sus flores para que sufriera lo menos posible y lo hacía. El viejo murió en sus brazos, una noche de luna llena que ella se negó a ir con Juan porque ya veía muy mal a su suegro. No se sintió capaz de pedirle a Juan que se quedara, sabía que no iba a ser tan fuerte para estar presente. Le haría bien ir a trabajar. Su padre estaría satisfecho también de que él no alterara su vida por su enfermedad. Cuando regresó con las redes repletas le dijo a Juan que su padre había muerto esa mañana, mientras él pescaba y ella le daba su té para el dolor.
Magdalena notó que muy poca gente asistió al sepelio. No había sido muy buena la pesca para el resto del pueblo. Por supuesto había alrededor de ellos todo tipo de habladurías. Juan ni se enteró. Se la pasó ebrio todo el sepelio, el entierro y los tres meses que siguieron a la muerte de su padre. Gracias a que Magdalena había heredado no sólo los secretos eróticos sino también la habilidad mercantil que su madre tenía, la situación económica no se hizo mala, pero Juan y Magdalena se marchitaban a un tiempo. Uno por el alcohol y la otra por la angustia de verlo morirse poco a poco.
Si bien nunca dejaron de salir a pescar, era ella la que pescaba pues Juan se bebía todo el alcohol que podía y se quedaba dormido, y ahí donde antes había caricias y alegría quedaba la enorme tristeza que ambos sentían.
Cada vez menos gente se acercaba a la pareja que sobrevivía gracias a la buena voluntad de la suegra quien adoraba a Juan y aconsejaba a su hija mil remedios para apartarlo del alcohol.
Aquella mañana fatal, Juan estaba   sobrio. Ayudó a Magdalena a recogerse el cabello. Siempre había disfrutado verlo como cascada sobre su cuerpo cuando caía de rodillas ante ella en la barca. Se veía muy demacrada, los ojos hablaban de días sin dormir y tenían una enorme tristeza. Juan se sintió muy culpable, pero como siempre no dijo nada. Sólo le dio un largo beso antes de ayudarla a subir a la barca. Una vez en ella, en cuanto quedó atrás el pueblo y adelante sólo la luna, se puso a acariciarla como siempre. Ella fue tan ardiente como cuando se entregó a él por primera vez. De pronto Juan sintió que el cuerpo de Magdalena se aflojaba y pudo ver claramente su espíritu volando hacia la Luna llena, que esa noche brillaba más que nunca. Quiso detenerla, pero era tal la placidez con la cual se elevó y se fundió en ella, que entendió que era lo mejor, que ahora la tendría siempre con él, acompañándolo en el trabajo.
Juan dejó de beber y vendió todo, sale a pescar cada madrugada, al alba, se queda parado frente a la luna y le platica cómo va todo a Magdalena, los otros pescadores lo consideran su amuleto. A veces, Juan no va a pescar en días y dicen que no hay buena pesca.
Esa mañana como todas, Juan se sentó y pidió un aguardiente, pero no se lo bebió, sacó pescado y espero a ver si Magdalena aparecía a ofrecerle cocinarlo. Pidió un segundo trago, tampoco lo tocó. Comió su pescado seco y se levantó y pagó la cuenta. Se subió a su barca y remó hasta tener la luna llena de frente, esperando el momento de reunirse con su amada. Tal vez hoy era el día.

Aura Macías
Diciembre 2002






De la sorpresa al asombro, del placer al dolor. Un viaje mágico y misterioso por el Tajín

Sábado por la madrugada, partimos hacia la Cumbre Tajín, ni idea de con qué me encontraría, la verdad es que ha sido uno de los viajes más agradables que he tenido. Y es que el lugar es mágico. Estamos a punto de encontrarnos con una verdadera fusión, misticismo y paganismo, modernidad y tradición. Desde la carretera el viaje empieza, por más que trato de mantenerme despierta para ver las estrellas no lo logro, al amanecer abro los ojos lo suficiente para encontrarme con árboles de todos colores y verdes en todos los tonos. Maravillados disfrutamos de la neblina que va quedando abajo de nosotros y da la ilusión de que la montaña está flotando.Llegamos al Tajín. Las primeras impresiones no fueron del todo buenas, cierta desorganización y falta de información retrasó más nuestro registro pero no por eso, en cuanto nos ubicamos y comimos, a las ruinas, lo primero es lo primero.No puedo describir la sorpresa, el asombro, la cantidad de emociones que me embargaron al ver tan hermoso testimonio de la grandeza Totonaca, pueblo del cual lo más que sabía yo es que tenían voladores.Caminé entre las pirámides y pese al dolor de pies que me atormentaba me di tiempo para recorrer casi todas. Me encantó lo que vi, de verdad me llené de energía, de admiración por el legado que estos hombres amantes de lo estético dejaron al pueblo Totonaca que hoy lo comparte orgulloso.Y ahí empezó el viaje, de regreso al parque Takilhsukut llegamos justo a tiempo para escuchar a Caifanes. Siempre he dicho que no me gustan, pero lo cierto es que tocan muy pero muy bien, y es maravillosa la forma en que el público canta todas sus canciones, lo cual es bastante bueno, imagino, para la garganta de Saúl que definitivamente ya no da para más. Descubro que yo también me sé casi todas. Es como empezar un recorrido por mi biografía musical de los últimos 20 años. Ese mismo día se presentó otro grupo: Pila Seca, una banda muy prendida, mezcla de funck, rap, cumbia, salsa, etcétera. Buenísima, puso a bailar y gritar a todos.Dormimos exhaustos en los cómodos catres de la casa de campaña. Por la mañana del domingo, los cantos del monje tibetano me despertaron, me bañé y salimos a conocer los talleres, a ver en cuáles participaríamos y a maravillarnos de la diversidad de opciones.
Un poco en el ácido porque despertamos sin camioneta (las autoridades haciendo de las suyas). Pero de eso habría que hablar en otra ocasión. No por eso, decidimos no dejar que esas cosas nos echaran a perder las vacaciones y caminamos por el parque.
Vimos una obra representada por los abuelos y abuelas totonacas sobre el origen del maíz y me maravillé de lo bonito que suena la lengua totonaca y de los textos que se saben de memoria, y yo que nunca puedo recordar mi teléfono. Rompen la barrera del idioma y establecemos una comunicación distinta.
Es imposible no admirar el esfuerzo por hacer las cosas y el gusto por compartir lo que saben. Pensé que me gustaría hacerme anciana en esta región. Al menos me respetarían. Aquí los abuelos tienen importancia, dan talleres, comunican lo que saben a las nuevas generaciones, velan por las tradiciones. Y si bien yo no soy muy fan de éstas, admiro a esta gente sencilla que defiende y atesora sus tradiciones.
Tienen una modestia nata, son serviciales, la mayoría de los que traté al menos. Por primera vez la seguridad no era un fastidio, en algún momento me irrité con ellos, pero después me di cuenta que fue una manera de desviar la rabia en contra de mi hija que a veces me desequilibra.
Me anoté en los cantos budistas, y gocé de una experiencia maravillosa abriendo mis fosas nasales, mis senos frontales, y mi cerebro. Es una maravilla empezar así un día. Me dieron ganas de irme a un retiro budista.
Participé también en un taller de baile africano, no logré llegar más allá del minuto 15 creo, pero fue un ejercicio estupendo, divertido, alegre y relajante. Soy muy mala para andar descalza y traía una gran molestia en los pies. No por eso, bailé y bailé con la música de los conciertos. Y como no había camioneta, ni hablar, caminamos muchísimo. Pero lo disfruté igual.
Me asombré con los invitados de Jalisco, quienes organizaban un desfile de maravillas salidas como de cuentos irlandeses. Me encantaron.
Los bailes, los fandangos, los versos, la música, los helados. Los ojos y la sonrisa de un mestizo que se acercó a saludarme; los del jovencito que está sustituyendo a su abuelo quien acaba de fallecer hace poco y está obligado a cubrir en la orquesta que toca para los voladores, porque así lo dicta la tradición; los de la mujer con su hija en la zona de las pirámides que me intentó vender semillas; los de la policía que me hizo irritarme porque quería meter la mano en la bolsa de mi pantalón, ojos indígenas y mestizos todos.
Vimos a un teatrero muy ingenioso, "Hombres trabajando se llama" la compañía, la cual es él con unos títeres que maneja muy bien. Hubo una falla en el sonido, pero lo que vi me gustó bastante.
Tengo nueva música para buscar y escuchar, Rayo Backs, Jesse Cook, Janelle Monáe fueron toda una revelación para su servilleta. Las cantantes de Olodum y Celia Cruz All Stars, mujeres enormes en todo sentido, preciosas, con una fuerza y una pila increíbles. De Café Tacuba y Hoppo! ni qué decir, los amo con locura. Amo a Rubén y me cansé de gritárselo.
Instituto Mexicano del Sonido fue toda una revelación para mí.
Me emborraché de cerveza, de gente, de sol, de música, de felicidad de estar viva, hice amigos que no volveré a ver, otros que seguramente sí.
Elán no me gustó, me gustó ella y me gustó su voz, me desagradaron su música y su actitud, me pareció boba su carta de presentación, que es el alcohol. Yo soy anti alcohol. No me caía bien el Lora con su tequila y menos me cae bien una mujer con esa carta de presentación. Que las estupideces se las dejen a los hombres. Ya con las nuestras tenemos.
Janelle Monáe me encantó, desde Liza Minelli no había visto a una mujer tan completa. La amé con locura. A Benny lo vi en la prueba de sonido pero esa noche fuimos a ver el espectáculo de luz y sonido en las ruinas. Una vez más quedé prendada de la cultura Totonaca, molesta con los turistas, odié las cámaras y la tecnología además de el hecho de ser chaparra.
El espectáculo es muy interesante, en especial el juego de pelota. Me gustó muchísimo, lo que pude ver y oír, porque el público no parecía entender bien que estaban en un lugar sagrado aunque se les repitió mil veces durante la larga cola que hicimos antes de entrar. Pero ellos como si nunca en la vida hubiesen oído, tomaron fotos, fotos con flash, pisotearon césped, gritaron, ni ellos vieron ni dejaron ver a uno, en fin. Pese a todo pude disfrutar un poco. Creo que tampoco hay mucha seguridad porque no se ve muy bien por dónde caminas.
También me hice una limpia. Honestamente no soy muy creyente de esas cosas pero me sorprendió el diagnóstico de la mujer, quien al menos es muy buena médica, dijo que estaba enferma de los riñones, cosa comprobada, y que mi hígado no funcionaba, imagino que después de lo de la camioneta y el día anterior, estaba reventado. He pensado en la manera de conseguir lana e ir a atenderme con ella, tal vez me salga más barato y mucho más agradable que seguir viendo a mi médico.
Y hubo que regresar (carita triste). A cupido se le pasó la mano y me regresó partida en dos, muero por volver a ir, deseo que ya fuese 2013, por muchas razones, que ya algunos conocen y otros tendrán que seguirme leyendo si es que les interesa conocerlas.