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martes, 25 de febrero de 2014

En el día de la bandera que mutó para mí a día de lavandera

Nada, ya conocen a su servilleta, me pongo de hacendosa y luego luego me entran las musas, así que en este terrible lunes de lavandería, lunes de principio de semana  como araña fumigada, dado que toda la semana pasada me dediqué a chambear, incluido el domingo, hasta altas horas de la noche, hoy decidí ponerme a hacer las labores esas que tanto me agobian, las de chacha, ustedes saben de qué hablo.
El caso es que entre otras cosas di con el recibo de teléfono, el cual me cortaron desde el viernes y en realidad se vencía hoy, 24 de febrero. Berrinches aparte, me puse a meditar sobre el día.
Al crecer bajo el dogma de los Testigos de Jehová la bandera era un símbolo pagano. Por ende prohibido, malo, muy malo, casi tanto como la cruz de los católicos. Son incontables los casos de niños y jóvenes Testigos de Jehová que eran expulsados de las escuelas en México por negarse a saludar a la Bandera. Mi hermana fue una de esos casos ni más ni menos.
Sinceramente yo nunca me negué a saludarla, si me veían los maestros lo hacía, creo, pero una táctica para saltarme el asunto durante la primaria fueron los desayunos escolares, me apuntaba siempre para darlos, así no tenía que pasar por la ceremonia de los lunes, cosa que todos odiábamos. De paso apañaba desayuno doble o al menos escogido, con chocolate porque el de leche me enfermaba.
Después descubrí mis dotes histriónicas y odié los desayunos así que me dedicaba a aprender poemas para decir los lunes en las ceremonias y no tener que estar parada en la fila, cosa que hasta la fecha, odio.
Resulta que ayer reflexionando sobre el día, me di cuenta que en realidad nunca he enarbolado una bandera mexicana. Bajo ninguna circunstancia.
Lo curioso es que con los años yo fui agarrándole aprecio al símbolo, cuando era adolescente era profundamente nacionalista, todavía no había tenido oportunidad de leer lo que los nacionalismos le han hecho a este mundo.
Como toda chilanga criada en los años 70 en una clase baja que luchaba denodadamente por entrar a la "clase media" que en ese entonces era la que más rifaba, mi familia fue pambolera, es más, aunque me dé vergüenza he de decirlo, le iban casi todos al América, pecata minuta si consideramos que cuando la fiebre de los mundiales salíamos a hacer borlote en la calle, igual que cualquier familia que se tuviese un poco de aprecio a sí misma en esos días.
No quiero decirles cómo nos gustaban los mariachis, mi hermano los contrataba siempre que salíamos a comer en familia. En fin, éramos una familia común y corriente, de esas que iban en bola a Chapultepec. Entonces mi nacionalismo crecía.
Con el paso de los años y cuando descubrí el engaño del PRI, poco después de haber renunciado a la doctrina "cristiana", tuve que hacer lo propio con mi nacionalismo. No me quejo, fue un buen giro en mi vida. Pero apasionada como he sido siempre me fui al otro extremo, el internacionalismo. Llegué incluso a pensar que podría vivir en Canadá y lo intenté, pero ni maíz, palomas, ahí me adentré en el laberinto de la soledad, para cuando leí a Paz yo ya me lo sabía todo. No pude vivir sin tortillas y menos aún sin mexicanos que te platican a la menor provocación. Así pues el internacionalismo dejó de ser una opción pa su servilleta. Entre más leía más me daba la sensación de que era algo así como un complot, por decirlo de algún modo. Más leía historia, más reafirmaba mi teoría. Entonces cayó la URSS, y aunque yo estaba afiliada al PMT, el nacionalismo en pleno, me dolió ver el sueño internacionalista de izquierda en declive, mientras el de la derecha avanzaba a todo lo que daba.
A mis casi 55 años sigo confusa, detesto las fronteras, y habiendo crecido en los años 70 aprendí a sentirme igual chilena, argentina, salvadoreña, nicaragüense a ratos, según el momento y la lucha.
Sin embargo, hoy en día, después de todo lo que he leído sobre el tema, y viendo lo sucedido con la globalización, la cual a ratos es una fortuna y otros una pesadilla, mi humilde opinión es tendríamos que repensar muy bien la cosa.
La otra opción, no obstante, suena mucho más difícil, aislarse, renunciar a toda esa vaina de la tecnología y aprender a rascarse con sus propias uñas, lo que debimos hacer desde hace rato varios países, pero es mucho más fácil decirlo que hacerlo, no me cabe la menor duda.

Así pues, creo que debo comprar una bandera, pero esperaré hasta que pueda usar una de colores, entre tanto seguiré sin enarbolarla, así que es muy probable que nunca lo haga, y no es por falta de ganas ni de cariño, quizá sería bueno que me incineren con una. Se trata como tantas veces en mi vida, de una cuestión de principios.
¿Ustedes qué opinan?