María Teresa Bravo Bañón
Eras ángel andrógino
y te ofrecí la turbación de mis dedos
entre el roce furtivo del pantalón
entre el roce furtivo del pantalón
– prieto dique que aprisionaba tu sexo-.
Y quise encenderte la sangre,
deslizándote al oído mil presagios
del naufragio que te esperaba
entre el abrazo de mis muslos.
O corromperte en la tentación,
de la manzana y su dulce
hendidura palpitante.
Arrancarte la mácula,
el estigma de pureza
-impropio de un hombre-.
Conducirte hasta la lenta agonía
de tu primer estertor, mientras te recitaba
el “Ars Amandi “ de Ovidio ,
siendo yo , tu súcubo,
tu meretriz de Astarté,
en los Jardines colgantes de Babilonia.
Y descubrirte el caracol lascivo de mi lengua
dibujando un laberinto de plata,
en cada recodo de tus secretas virginidades.
Pero tú me apartaste– cáliz agrio-.
Mañana, nadie se extrañará si Salomé
pide tu cabeza en bandeja de plata,
para besar tu fría boca,
con sus labios de infierno y de despecho.
Juanito y Juanita
Aura Macías, agosto de 2014
Eché a andar escalera abajo mientras daba un portazo. Estaba
irritada, caminé por el silencioso callejón que a esas horas lucía un poco
lúgubre, no en vano la calle se llama Panteón y es la parte que colinda con el
panteón del pueblo. “Cuídate de los vivos no de los muertos” solía decirme mi
madre, y de verdad que cuánta razón tenía.
Al dar la vuelta me pareció escuchar tus pasos unos pasos
atrás de los míos. Siempre haces lo mismo, me irritas hasta que no doy más y
tengo que salir corriendo, y tú a cuidarme, salvarme, protegerme o cualquiera
que sea tu alucine, me pones de nervios.
Trato de concentrarme en lo que hay a mi alrededor para no
pensar en lo que traigo dentro. La Cande luce hermosa en las noches de
primavera. Me concentro en el sonido de los grillos y perros platicando a lo
lejos de vez en vez un auto que transita con la radio a todo volumen y el
escape abierto rompiendo ese místico silencio. Poco a poco voy sintiendo cómo
mi rabia se va esfumando.
La calle de Panteón es una de mis calles favoritas. Me
resigno y regocijo con tu persecución absurda, te presiento unos treinta pasas
atrás mío, aunque como eres un gatito tierno y dulce, tus pasos sean casi
imperceptibles.
Los gatos se pasean por las bardas, provocando la impotencia de los perros, que ladran y ladran y se unen en coros a ratos para hacer que el silencio y el sonido de los insectos que no duermen inunden la noche. Me regodeo en la sensación de estar cuidada y tomo valor para cruzar
todo el pueblo.
Los perros me ladran al pasar, tomé lo primero que encontré
y me calcé los pies. Estoy arrepentida, traigo un escándalo terrible con estos zapatos de baile. El
sonido de mis pasos resuena por todo el callejón. Ni hablar, que se atengan a
las consecuencias los malos espíritus si es que quieren jugar.
A mi mente viene una historia que leí, escribí, escuché o no
sé bien dónde nació, creo era uno de los escritos míos de cuando estudié en la
Sogem. Es lo malo del oficio de escritura, a veces se pierde una entre las
letras y no sabe qué fue real o qué sólo metáfora y lo peor es que lo lleva una
a la vida real; al menos yo, quizá no deba generalizar, cada quien tiene sus
propios procesos para todo. Véanme a mí, caminando a las dos de la mañana por
el pueblo de La candelaria, mientras mi compañero me sigue esperando a que se
me baje la rabia, que casi se me bajó en cuanto salí del edificio y pude
respirar el aire nocturno de provincia citadina.
Todo empezó en un cementerio, o no, más bien en una iglesia.
Uno de los personajes más famosos (léase ricos) del pueblo enviudaba. A su
sepelio vinieron 10 mariachis cuatro bandas, y casi dos mil personas que
deambularon a lo largo del pueblo durante ocho días. Fue de mis primeros
funerales en la Candelaria.
El día de la misa de cuerpo presente, don Juan llegó
radiante, sorprendió a todos, su oficio lo obligaba a andar siempre lleno de
lodo, con botas de hule hasta las rodillas y overoles de mezclilla, así pues
por santo y obra de un traje decente y un buen baño don Juan llegó transformado
a la Iglesia, cual galán que asiste a su primera cita.
Las beatas se persignaron, las descaradas se le ofrecieron,
las envidiosas se lo comieron a cuchicheos, él entró gallardo y galante a su
última cita con su amada.
Empezó la fiesta. La iglesia estaba abarrotada, la gente no
cabía, se iban pasando las noticias de boca en boca, me cuesta todavía entender
sus formas de comunicación, aunque al parecer son del todo efectivas, y otras
no tanto porque como el mensaje pasa de boca en boca se adereza o reduce de
acuerdo a quien lo cuenta.
La historia de don Juan y doña Juana es una de esas que al
pasar deesa forma vaya a saber si es real o inventada. Yo los conocí ya
grandes ambos. Ella guardaba rastros de belleza y sensualidad prodigas.
Juanita, como le decíamos todos, era una mujer hermosa a sus
70 años. Conoció a don Juan cuando él tenía 40 y ella 20, él trabajaba en
ferrocarriles nacionales, en la estación de Buenavista, atravesaba la ciudad en
bicicleta bordeando los ríos que en aquel entonces todavía atravesaban la
ciudad. Era un hombre atlético y atractivo y de maneras suaves y amables en su
trato con la gente en general.
Don Juan vivía con su esposa que para ese entonces no había
podido darle hijos y estaba profundamente amargada por lo mismo, lo culpaba a
él de no tener descendencia y veía con desesperación a sus concuñas y cuñadas
aumentar los pedazos de tierra que les eran cedidos por su suegra, dueña de
casi medio pueblo en lo que a tierras se refería en ese entonces, gracias a los
hijos que parían. Así las cosas las familias se pseudoindependizaban porque se
establecían en el pedazo de terreno que la mamá de don Juan indicaba.
Todas las tardes al regresar de trabajar Don Juan paraba en
una tienda en División del Norte a tomar un refresco, antes de llegar a casa y
así fue como conoció a Juana, 20 años menor que él, morena, bajita, delgada,
con unos senos turgentes y atractivos como pocos. Juana tenía una dignidad que
a él le provocaba risa, primero la veía como a una hija, pero pues si algo
caracterizó a don Juan fue su pasión en todo lo que hacía. Ella compró el terreno y construyó el edificio en el cual yo vivía, era su orgullo no haber necesitado de él para hacerlo, juntó su dinerito de su trabajo en la tienda y nadie pudo decir que ella lo quiso por la lana que podía él darle.
Así las cosas don Juan inició un largo cortejo, dice él un
año, dice ella cuatro, el caso es que por fin la hizo ceder, pero
su esposa en cuanto se enteró montó en cólera e hizo tal mitote contra Juanita que
él no tuvo más remedio que dejar a su esposa e irse a vivir con Juanita, quien
fue su compañera hasta ese fatal día del cual estoy escribiendo.
Tuvieron un hijo, al cual llenaron de amor y todo lo que un
cachorro humano necesita para crecer bien formado. Pero eso enfureció más aún a
la para ese entonces exesposa de don Juan, quien por supuesto no se había ido
de la casa matrimonial, que era en realidad la razón por la cual la habían
casado con don Juan, el terreno, así que ni aunque quisiera podía renunciar a
su estatus de “esposa” pues significaba renunciar al terreno que además como no
tuvo hijos, carecía de argumentos para pelear.
Así pues la mujer volcó su odio en tratar de destruir a
Juanita, quien cada día se hacía más digna y más guapa. Contrastaba
notablemente con su esposo quien por ayudar a su madre se dedicó a atender el
negocio de puercos que la mujer tenía, a causa de los recortes de personal que
hubo en ferrocarriles nacionales hace alrededor de 40 años.
Tuvieron una vida feliz pese al carácter de Juanita, quien era
voluntariosa y consentida. Juanita nunca se dejó amedrentar por las beatas.
Conservó su posición de digna triunfadora, aunque nunca la dejaron de ver como
“La otra”, ella se sabía la única, así que aún a sus 70 años conservaba mucha
de la belleza que hizo que don Jun perdiera el seso y dejara todo por ella. En
los últimos años él además del seso perdió el oído y usaba un aparato para
escuchar, pero como podía controlar el nivel de ruido y ella se la pasaba riñéndole,
lo cual al parecer era su forma de mostrarle su cariño, él apagaba el aparato y
le sonreía mientras la otra lanzaba improperios.
Pues bien, ese día empezó la fiesta más grande que haya yo
visto tratándose de un sepelio. El pueblo entero estaba, y al parecer los otros
dos pueblos vecinos, Santo Domingo y Tepetlapa, la cantidad de gente que
asistió era enorme, la iglesia tuvo que dejar las puertas abiertas 24 horas
seguidas y al final sacar el cuerpo al atrio para que fuese más fácil las
despedidas.
Todo el pueblo desfiló ante el pequeño y lujoso féretro de
Juanita. Ella lucía hermosa con su vestido de flores, un poco escotado,
mostrando sus senos de mujer madura que conservaban su sensualidad. “Todavía
quiere, el muy cochino” se quejaba de don Juan quien en realidad, fuera de lo
del oído, conservaba un físico asombroso para sus años. “Y cómo no con esos
escotes” respondía don Juan quien no escuchaba lo que no le convenía.
En el cementerio hubo tantas flores que hubo que llenar las
otras tumbas de ellas porque en realidad
la de Juanita no era gran cosa, su estatura de 1:50 m se había reducido con la
enfermedad a 1:40 m en los últimos 3 años, don Juan dispuso que yacerían juntos
y eso hizo que la fosa fuese bastante más grande de lo necesario para ella. Pero
había tantas flores que casi no se notó, llenaron lo que sobraba de la fosa con
flores.
Es curioso que hubiese tanta gente, los mismos que la
repudiaron y condenaron a ser “la otra” por siempre, se presentaban con flores
y cirios, tal vez para expiar su culpa, les dijo el sacerdote en el discurso de
despedida, después de largarles un largo discurso sobre la tolerancia y la
inclusión a todo el pueblo. No por eso. La fiesta duró ocho días y casi todo el
mes ya más en privado pero dicen que todo este tiempo las flores iban a dar a
la tumba de Juanita.
En esos días surgió el mito: la tumba empezaba a oler a
flores todas las noches alrededor de las tres de la mañana. Juanita amaba el
olor de las flores, obligaba a don Juan a irse al vapor y perfumarse de pies a
cabeza antes de tener relaciones con él desde que se dedicó a cuidar los
cerdos. Odiaba ese oficio de los últimos años de su marido, detestaba el olor a
cerdo. Es por eso, dicen, que de la tumba de Juanita sale toda la gama de
olores a flores que inunda la calle del Panteón de madrugada.
Bajo la velocidad a la cual voy caminando hasta casi
arrastrar los pies, aspiro el aroma a flores que se percibe en el aire y me
quedo parada esperando a que me alcances. La rabia se esfumó y la sensualidad
del aroma de las flores llena mis sentidos. Me tomas por la cintura y me
acaricias los senos. Nos reímos de nuestra absurda discusión. Nuestra boca se
entrelaza y yo pienso en Juanito y Juanita mientras encendemos nuestro deseo en
el camino de regreso a casa, abrazados y manoseándonos mientras nos reímos de
lo necios que somos mientras nos besamos.
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