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sábado, 16 de agosto de 2014

Juanito y Juanita. Aura Macías, agosto de 2014




TU SÚCUBO
María Teresa Bravo Bañón

Eras ángel andrógino
y te ofrecí la turbación de mis dedos
entre el roce furtivo del pantalón

– prieto dique que aprisionaba tu sexo-.

Y quise encenderte la sangre,

deslizándote al oído mil presagios
del naufragio que te esperaba
entre el abrazo de mis muslos.
O corromperte en la tentación,
de la manzana y su dulce
hendidura palpitante.
Arrancarte la mácula,
el estigma de pureza
-impropio de un hombre-.
Conducirte hasta la lenta agonía
de tu primer estertor, mientras te recitaba
el “Ars Amandi “ de Ovidio ,
siendo yo , tu súcubo,
tu meretriz de Astarté,
en los Jardines colgantes de Babilonia.
Y descubrirte el caracol lascivo de mi lengua
dibujando un laberinto de plata,
en cada recodo de tus secretas virginidades.


Pero tú me apartaste– cáliz agrio-.


Mañana, nadie se extrañará si Salomé
pide tu cabeza en bandeja de plata,
para besar tu fría boca,
con sus labios de infierno y de despecho.



Juanito y Juanita
Aura Macías, agosto de 2014

Eché a andar escalera abajo mientras daba un portazo. Estaba irritada, caminé por el silencioso callejón que a esas horas lucía un poco lúgubre, no en vano la calle se llama Panteón y es la parte que colinda con el panteón del pueblo. “Cuídate de los vivos no de los muertos” solía decirme mi madre, y de verdad que cuánta razón tenía.
Al dar la vuelta me pareció escuchar tus pasos unos pasos atrás de los míos. Siempre haces lo mismo, me irritas hasta que no doy más y tengo que salir corriendo, y tú a cuidarme, salvarme, protegerme o cualquiera que sea tu alucine, me pones de nervios.
Trato de concentrarme en lo que hay a mi alrededor para no pensar en lo que traigo dentro. La Cande luce hermosa en las noches de primavera. Me concentro en el sonido de los grillos y perros platicando a lo lejos de vez en vez un auto que transita con la radio a todo volumen y el escape abierto rompiendo ese místico silencio. Poco a poco voy sintiendo cómo mi rabia se va esfumando.
La calle de Panteón es una de mis calles favoritas. Me resigno y regocijo con tu persecución absurda, te presiento unos treinta pasas atrás mío, aunque como eres un gatito tierno y dulce, tus pasos sean casi imperceptibles.
Los gatos se pasean por las bardas, provocando la impotencia de los perros, que ladran y ladran y se unen en coros a ratos para hacer que el silencio y el sonido de los insectos que no duermen inunden la noche. Me regodeo en la sensación de estar cuidada y tomo valor para cruzar todo el pueblo.
Los perros me ladran al pasar, tomé lo primero que encontré y me calcé los pies. Estoy arrepentida, traigo un escándalo terrible con estos zapatos de baile. El sonido de mis pasos resuena por todo el callejón. Ni hablar, que se atengan a las consecuencias los malos espíritus si es que quieren jugar.
A mi mente viene una historia que leí, escribí, escuché o no sé bien dónde nació, creo era uno de los escritos míos de cuando estudié en la Sogem. Es lo malo del oficio de escritura, a veces se pierde una entre las letras y no sabe qué fue real o qué sólo metáfora y lo peor es que lo lleva una a la vida real; al menos yo, quizá no deba generalizar, cada quien tiene sus propios procesos para todo. Véanme a mí, caminando a las dos de la mañana por el pueblo de La candelaria, mientras mi compañero me sigue esperando a que se me baje la rabia, que casi se me bajó en cuanto salí del edificio y pude respirar el aire nocturno de provincia citadina.
Todo empezó en un cementerio, o no, más bien en una iglesia. Uno de los personajes más famosos (léase ricos) del pueblo enviudaba. A su sepelio vinieron 10 mariachis cuatro bandas, y casi dos mil personas que deambularon a lo largo del pueblo durante ocho días. Fue de mis primeros funerales en la Candelaria.
El día de la misa de cuerpo presente, don Juan llegó radiante, sorprendió a todos, su oficio lo obligaba a andar siempre lleno de lodo, con botas de hule hasta las rodillas y overoles de mezclilla, así pues por santo y obra de un traje decente y un buen baño don Juan llegó transformado a la Iglesia, cual galán que asiste a su primera cita.
Las beatas se persignaron, las descaradas se le ofrecieron, las envidiosas se lo comieron a cuchicheos, él entró gallardo y galante a su última cita con su amada.
Empezó la fiesta. La iglesia estaba abarrotada, la gente no cabía, se iban pasando las noticias de boca en boca, me cuesta todavía entender sus formas de comunicación, aunque al parecer son del todo efectivas, y otras no tanto porque como el mensaje pasa de boca en boca se adereza o reduce de acuerdo a quien lo cuenta.
La historia de don Juan y doña Juana es una de esas que al pasar deesa forma vaya a saber si es real o inventada. Yo los conocí ya grandes ambos. Ella guardaba rastros de belleza y sensualidad prodigas.
Juanita, como le decíamos todos, era una mujer hermosa a sus 70 años. Conoció a don Juan cuando él tenía 40 y ella 20, él trabajaba en ferrocarriles nacionales, en la estación de Buenavista, atravesaba la ciudad en bicicleta bordeando los ríos que en aquel entonces todavía atravesaban la ciudad. Era un hombre atlético y atractivo y de maneras suaves y amables en su trato con la gente en general.
Don Juan vivía con su esposa que para ese entonces no había podido darle hijos y estaba profundamente amargada por lo mismo, lo culpaba a él de no tener descendencia y veía con desesperación a sus concuñas y cuñadas aumentar los pedazos de tierra que les eran cedidos por su suegra, dueña de casi medio pueblo en lo que a tierras se refería en ese entonces, gracias a los hijos que parían. Así las cosas las familias se pseudoindependizaban porque se establecían en el pedazo de terreno que la mamá de don Juan indicaba.
Todas las tardes al regresar de trabajar Don Juan paraba en una tienda en División del Norte a tomar un refresco, antes de llegar a casa y así fue como conoció a Juana, 20 años menor que él, morena, bajita, delgada, con unos senos turgentes y atractivos como pocos. Juana tenía una dignidad que a él le provocaba risa, primero la veía como a una hija, pero pues si algo caracterizó a don Juan fue su pasión en todo lo que hacía. Ella compró el terreno y construyó el edificio en el cual yo vivía, era su orgullo no haber necesitado de él para hacerlo, juntó su dinerito de su trabajo en la tienda y nadie pudo decir que ella lo quiso por la lana que podía él darle.
Así las cosas don Juan inició un largo cortejo, dice él un año, dice ella cuatro, el caso es que por fin la hizo ceder, pero su esposa en cuanto se enteró montó en cólera e hizo tal mitote contra Juanita que él no tuvo más remedio que dejar a su esposa e irse a vivir con Juanita, quien fue su compañera hasta ese fatal día del cual estoy escribiendo.
Tuvieron un hijo, al cual llenaron de amor y todo lo que un cachorro humano necesita para crecer bien formado. Pero eso enfureció más aún a la para ese entonces exesposa de don Juan, quien por supuesto no se había ido de la casa matrimonial, que era en realidad la razón por la cual la habían casado con don Juan, el terreno, así que ni aunque quisiera podía renunciar a su estatus de “esposa” pues significaba renunciar al terreno que además como no tuvo hijos, carecía de argumentos para pelear.
Así pues la mujer volcó su odio en tratar de destruir a Juanita, quien cada día se hacía más digna y más guapa. Contrastaba notablemente con su esposo quien por ayudar a su madre se dedicó a atender el negocio de puercos que la mujer tenía, a causa de los recortes de personal que hubo en ferrocarriles nacionales hace alrededor de 40 años.
Tuvieron una vida feliz pese al carácter de Juanita, quien era voluntariosa y consentida. Juanita nunca se dejó amedrentar por las beatas. Conservó su posición de digna triunfadora, aunque nunca la dejaron de ver como “La otra”, ella se sabía la única, así que aún a sus 70 años conservaba mucha de la belleza que hizo que don Jun perdiera el seso y dejara todo por ella. En los últimos años él además del seso perdió el oído y usaba un aparato para escuchar, pero como podía controlar el nivel de ruido y ella se la pasaba riñéndole, lo cual al parecer era su forma de mostrarle su cariño, él apagaba el aparato y le sonreía mientras la otra lanzaba improperios.
Pues bien, ese día empezó la fiesta más grande que haya yo visto tratándose de un sepelio. El pueblo entero estaba, y al parecer los otros dos pueblos vecinos, Santo Domingo y Tepetlapa, la cantidad de gente que asistió era enorme, la iglesia tuvo que dejar las puertas abiertas 24 horas seguidas y al final sacar el cuerpo al atrio para que fuese más fácil las despedidas.
Todo el pueblo desfiló ante el pequeño y lujoso féretro de Juanita. Ella lucía hermosa con su vestido de flores, un poco escotado, mostrando sus senos de mujer madura que conservaban su sensualidad. “Todavía quiere, el muy cochino” se quejaba de don Juan quien en realidad, fuera de lo del oído, conservaba un físico asombroso para sus años. “Y cómo no con esos escotes” respondía don Juan quien no escuchaba lo que no le convenía.
En el cementerio hubo tantas flores que hubo que llenar las otras tumbas  de ellas porque en realidad la de Juanita no era gran cosa, su estatura de 1:50 m se había reducido con la enfermedad a 1:40 m en los últimos 3 años, don Juan dispuso que yacerían juntos y eso hizo que la fosa fuese bastante más grande de lo necesario para ella. Pero había tantas flores que casi no se notó, llenaron lo que sobraba de la fosa con flores.
Es curioso que hubiese tanta gente, los mismos que la repudiaron y condenaron a ser “la otra” por siempre, se presentaban con flores y cirios, tal vez para expiar su culpa, les dijo el sacerdote en el discurso de despedida, después de largarles un largo discurso sobre la tolerancia y la inclusión a todo el pueblo. No por eso. La fiesta duró ocho días y casi todo el mes ya más en privado pero dicen que todo este tiempo las flores iban a dar a la tumba de Juanita.
En esos días surgió el mito: la tumba empezaba a oler a flores todas las noches alrededor de las tres de la mañana. Juanita amaba el olor de las flores, obligaba a don Juan a irse al vapor y perfumarse de pies a cabeza antes de tener relaciones con él desde que se dedicó a cuidar los cerdos. Odiaba ese oficio de los últimos años de su marido, detestaba el olor a cerdo. Es por eso, dicen, que de la tumba de Juanita sale toda la gama de olores a flores que inunda la calle del Panteón de madrugada.
Bajo la velocidad a la cual voy caminando hasta casi arrastrar los pies, aspiro el aroma a flores que se percibe en el aire y me quedo parada esperando a que me alcances. La rabia se esfumó y la sensualidad del aroma de las flores llena mis sentidos. Me tomas por la cintura y me acaricias los senos. Nos reímos de nuestra absurda discusión. Nuestra boca se entrelaza y yo pienso en Juanito y Juanita mientras encendemos nuestro deseo en el camino de regreso a casa, abrazados y manoseándonos mientras nos reímos de lo necios que somos mientras nos besamos.



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