Al autor de Los Hombres de Piedra y a mi amigo don Juan.
Quedan pocos sobrevivientes, unos cuantos viejos de manos enormes y gruesas. Se les distingue por eso y se les trata con respeto. Son los Gigantes de las fosas. La ciudad fue cerrándole el paso al imperio sobre rocas levantado por estos guerreros. Quien los ve puede de inmediato reconocerlos. El primer impacto son sus manos, anchas y enormes, nervudas, fuertes. Prueba fehaciente de su ancestral origen. Sus ojos, fosas ardientes, hacen que uno se estremezca al verlos. Y si se escucha la sabiduría que emana de sus silencios, es posible, observando sus pupilas, ver la historia a través de un manantial fluyendo.
Conocí a don Juan hace 15 años, lo primero que llamó mi atención fueron sus manos, eran impresionantes. Aparentaba unos 50 años, salvo por el cabello en exceso cano; tenía 70, su espalda era enorme, ancha y musculosa, brazos de piedra y ojos que semejan dos hoyos negros; y si observa uno su iris, es posible observar en el fondo un torrente de agua diáfana y transparente.
Don Juan y yo entablamos una buena amistad, era esposo de mi casera. Soy descendiente de los primeros hombres que poblaron estas tierras –alar-deaba–, llegamos a romper piedra con las manos.
Yo le pedía me contara historias. Me hablaba de un México para mí desconocido. Don Juan es un jubilado ferrocarrilero que se dedica a criar puercos, tiene una memoria asombrosa. Pasé largas tardes escuchando sus historias. Era como ver una película, o leer un códice, por la manera en que las contaba. Escuchándolo conocí el río Nativitas, el río Churubusco y la Estación de trenes.
El lenguaje de don Juan tiene algo de cinema-tográfico, pero hubo un encuentro, en su casa… Don Juan estaba locuaz ese día, gracias a lo cual pude ver “a Tonatihú ardiendo, iluminando las negras piedras que formaban el paisaje de estas tierras en los tiempos precolombinos; y entre ellas, los fulgores que produce el correr de los ríos que bajan desde el Ajusco y el Cerro del Águila y celebran alegres nupcias debajo de la roca volcánica, misma que cubre el paisaje a medias y deja suficientes rendijas para que Tonatihú al entrar a ellas, se descomponga en mil arcoiris de color magenta que compiten en destellos con las auroras boreales cuando Tlaloc y Tonatihú coinciden en darle su bendición a la tierra. Los ríos, uno al oriente, otro al poniente, corren al fondo, braman a la luz de la Luna y se azotan contra las rocas en indiscreta cópula.”
Vi a los primeros Gigantes de las fosas, ancestros de este enorme hombre que me ofreció generoso su historia, contemplar el paisaje: "Un panorama desolador se ofrecía: piedra volcánica de un río a otro, rocas enormes que casi lo cubrían todo, los dos ríos hermanados en el fondo. Los Gigantes, les dieron cauce; con las manos y unas cuantas herramientas rompieron la roca, siempre dejando fosas para que los ríos respiraran, usaron piedras como cimientos para construir sus casas; le dieron forma a la roca y la moldearon a su antojo; después trajeron tierra y lograron sembrar en la piedra volcánica. Yerbas, maíz y otras delicias, arbustos, sauces, ahuehuetes, colorines, y hasta flores brotaron de la negra piedra.
Una vez transformado el paisaje agradecieron al señor Hutzilopchtli los favores recibidos con el sacrificio de una doncella para él y un guerrero para la madre Coatlicue en una fiesta de sangre y flores."
La voz de don Juan suele tener un timbre hermoso, varonil, aunque a veces empieza a gritar un poco más de la cuenta, o bien, cambia a tonos demasiado agudos, de acuerdo a lo que necesite la historia, a mí me parecía en ocasiones que cantaba, más que voz la suya era la voz de un zenzontle que imita lo mismo al huehuetl que a la ocarina. Estos cambios de modulación se deben a que hace años que don Juan está sordo. Tiene un aparato que no usa, lo trae puesto pero no lo enciende, no lo culpo, yo también lo haría. Pero es un gran conversador, le gusta dramatizar en sus pláticas: “Venerable y viejo señor Huitzilopchtli, se ha cumplido el plazo. Respetando tus palabras hasta aquí llegamos. Y gracias a tus favores, hemos logrado dar vida a las piedras”. Anótelo, me decía, para cuando lo escriba. Por supuesto yo no escribía, me dedicaba a escucharlo y me imaginaba estar viendo una película. En cada arranque histriónico de don Juan, mismos que su esposa odiaba por cierto, yo podía ver lo que él estuviese platicando, los caracoles, las chirimías, el huehuetl, escuchándolo asistí a la ceremonia de un fuego nuevo. Vi a los Gigantes de las fosas, quienes tenían el mismo color de las piedras a causa de su trabajo al sol todo el día. Altos, esbeltos, fuertes, bruñidos por el sol, resistir largo rato los embates de la civilización española, pero ésta al fin llegó.
Hubo que adaptar los ritos, y en vez de ir a agradecer y pedir a los cuatro elementos su protección, se empezó a celebrar en el mismo día, a la Virgen de la Candelaria. La ciudad se fue poblando y extendiendo y hará unos 50 años que entró de lleno en la tierra de los Gigantes de las fosas.
Quedan ya muy pocos de ellos, la mayoría tiene más de 90 años, uno los reconoce principalmente por sus manos que a cualquiera impresionan y sus ojos, que tienen la profundidad de dos hoyos negros como las hondas fosas de esta zona de la ciudad.
Don Juan es un hombre que prefiere transportarse en bicicleta a manejar su auto del año que le regaló su hijo. Siempre tiene tiempo para una buena plática, que es más bien un monólogo. Él habla y hace preguntas que pueda uno contestar con un movimiento. Pero cuando se inspira y el tema le gusta uno lo ve convertido de verdad en un Gigante de las fosas.
“La flaca de la esquina”
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