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domingo, 25 de marzo de 2012

Magdalena y la Luna




Aquella mañana, Juan se dirigió al embarcadero como siempre, alumbrándose con el ocote que prendió al salir de su casa. Recorrió las estrechas y enredadas calles que terminan en la carretera. Cuando pasó por la zona roja todavía había algunos pescadores borrachos, le ofrecieron comprarle un trago. Aceptó pues le esperaba una jornada larga y el clima aunque agradable, tenía todas las trazas de que se iría descomponiendo conforme fuese entrando el alba.
Juan se sentó un momento con los pescadores, el aguardiente calentó sus sentidos. Sacó de su morral un poco de pescado para mitigar el ardor que el alcohol le provocó en las entrañas.
–Con que eres un tomasolo y por si fuera poco comesolo –la voz de Magdalena lo sacó de la concentración con que masticaba para evitar las espinas del pescado que se comía. La noche anterior su padre tuvo un ataque de asma y él la pasó tomando aguardiente para mantenerse despierto.
Juan poseía un cuerpo atlético pese a beber como el resto de los pescadores, producto de intenso ejercicio pues si bien su casa era pequeña, la enfermedad de su padre lo obligaba a veces a cargarlo, cosa nada fácil considerando que el hombre era enorme gracias al oficio de pescador, que desempeñó durante años. Juan poseía una voz clara y hermosa y tocaba la guitarra, solía ser un hombre muy caballeroso y picante. Componía coplas que cantaba mientras esperaba pacientemente a que la red se repletara de peces.
Cuando la conoció, la belleza de Magdalena lo dejó perturbado, se sintió como principiante por un momento.
–Calma, no muerdo. Invítame de tu pescado. ¿Quieres que le diga a la doña que me deje cocinarlo? ¡Cómo puedes comerlo así, seco!
Antes que Juan pudiese reaccionar Magdalena desapareció con la pieza de pescado seco que tenía unos segundos antes entre sus manos. Pidió más aguardiente y se quedó confundido de la mirada de los hombres, entre sorprendidos y burlones.
–¿Cómo va tu viejo? ¿Crees que la libra?
–No sé hermano, está muy mal, anoche tuvo otro ataque de asma o lo que sea esa maldita cosa que lo deja sin poder respirar. El médico dice que es a causa del trabajo que hizo en las salitreras. Yo por eso no renuncio al río, aunque sea poca, la pesca al menos te da para vivir tranquilo. Y este año han venido especies de todo tipo, sólo que no he salido mucho por no dejar al viejo solo.
–Pasaremos a verlo en cuanto entre el mal tiempo. Ojalá no dure más de dos días esta mala racha.
Magadalena regresó con una cazuela que contenía el pescado que se había llevado aderezado por una salsa roja que olía y resplandecía. Puso una canasta con tortillas y pidió un aguardiente para ella. Se sentó e invitó a los otros dos hombres a comer con ellos.
–No pueden irse a trabajar con tanto alcohol. Hay mal clima en puerta.
Juan se fijó por primera vez detenidamente en Magdalena. Era la hija de la dueña del lugar, no era prostituta, irradiaba una sensualidad que hacía notar que tenía una gran escuela. Todos sabían que no podía ni voltear a verla si ella no quería pues su madre la cuidaba como su mayor tesoro. Tan pronto como la madre vio la belleza de su pequeña hija supo que había sido un error ponerle Magdalena, pero ni hablar, ése era el nombre que el santoral le asignó, no había más que ponerle la protección de la patrona de las prostitutas. Pero el cariño la cegaba y todo lo que su hija amaba ella lo amaba también y Magdalena estaba segura que cuando escogiese a alguien su madre estaría de acuerdo y le terminaría de abrir todos los secretos del erotismo, y no es que conociese pocos, pese al empeño de la madre por mandarla a estudiar lejos y mantenerla siempre alejada de ese ambiente, uno la veía y sin duda pertenecía al reino de Eros. Pasaba horas a solas en su cuarto escribiendo en un cuaderno viejo y repleto de anexos bobos como fotos de actores o escritores, algún poema recortado del periódico o una revista.
Juan sintió el efecto del roce de sus senos sobre su brazo mientras añadía café al vaso con aguardiente que tenía en el otro extremo. Los hombres se disculparon, pagaron su cuenta y los dejaron solos.
Era hombre de muy pocas palabras, la vida de pescador que había adoptado para poder cuidar de su padre enfermo de los pulmones gracias a largas jornadas en las salitreras que dañaron definitivamente sus pulmones y sus riñones. No es que Juan no haya conocido mujer hasta entonces. Las había tenido y muchas, pero no de este tipo. Magdalena, pese al oficio de su madre, quien de prostituta pasó a madrota, era para todos una señorita. En realidad para él había sido una niña caprichosa y mal educada por su madre. Pero esta vez se encontró de pronto, preguntándose qué tan difícil sería satisfacer a esta niña, que sin duda tenía que haber visto de todo gracias al oficio de su madre y el ambiente en que se había desenvuelto.
Sin mucho preámbulo Juan metió la mano debajo del vestido de Magdalena, quien sonrió divertida al ver dibujada la sorpresa en su rostro al encontrar que no traía ropa interior.
–Yo ya escogí hombre. Y tú, ¿tienes mujer? –le dijo sonriendo, como si hablase de algo trivial, no pareció inmutarse ante la mano urgando entre las piernas.
–Creo que ya escogí –dijo Juan y las piernas de Magdalena se abrieron por completo y él sintió como su sexo cedía, se abría a la exploración de la mano que recibió un torrente de miel al acariciarlo.
–Tengo que ir a pescar. –Juan descubrió a la madre de Magdalena en el umbral observándolos.
–Voy contigo. –Magdalena, sin dar tiempo a que él protestara se volvió a su madre y le sonrió--: Voy con Juan a pescar, o a su casa a esperar a que regrese de pescar. Te vengo a ver en la semana.
Así fue como se inició la relación de Juan el pescador y Magdalena, la hija de la dueña del burdel y cantina más concurrido de Catemaco.
Salieron del lugar y ella se pegó a su cuerpo, se colgó de su brazo como si siempre lo hubieran hecho, sus pasos coincidieron y Juan supo que no quería separarse nunca de ella y ella estuvo segura de lo mismo. Se subieron a la barca de Juan y navegaron hacia la luna que era llena esa noche y colgaba sobre el mar cual gran medallón de plata. La laguna estaba iluminada por los ocotes de todos los pescadores que se disponían a pescar y el pueblo arriba lucía sus techos de tejas y sus ocotes alumbrando la entrada.
Entre el pueblo y la luna sus cuerpos se encontraron. Se recorrieron como si se conocieran de siempre, como si todo lo anterior hubiese estado preparando ese momento. La laguna ofrecía un bello espectáculo, la laguna y las barcas iluminadas por la luna, enorme, blanca, sonriente, seductora, sensual.
Después él cantó sólo para ella, huapangos hermosos, llenos de sensualidad y picardía. Rieron y se amaron antes de regresar, bajo la luz del sol, con los cuerpos cubiertos del sabor a humedad del lago.
Al día siguiente los pescadores fueron a ver a su padre. Aprovecharon para dejar caer que era de muy mala suerte llevar a la mujer a pescar con uno. Juan no tomó en cuenta el comentario pues nunca como el día anterior había tenido mejor pesca. Conocía la serie de fetiches y supersticiones que los pescadores usaban para justificar las malas rachas. Atribuían siempre a mala suerte, malos espíritus, supercherías todo lo que ahuyentara a los peces. Esa había sido siempre la diferencia de Juan con el resto de los pescadores. Como creció en la salitrera con su padre, los niños iban a la escuela donde él había aprendido que las mareas y las lluvias alteran la fauna de los ríos, sin contar con la influencia de los ciclos lunares, lo que a Juan le apasionaba. Fue eso lo que más lo unió a Magdalena, la coincidencia en el embrujo por la Luna. Magdalena la amó y le hizo prometerle que la llevaría siempre con él a verla. Ahí frente a ella se juraron amor eterno y amarse aún después de la muerte.

Magdalena trajo vida nueva al enfermo padre de Juan. Le llenó la casa de menta y lavanda para que sus pulmones se despejaran, le preparó mil tés de bugambilias unos y yerbas que raspan otros. El hombre tomaba los remedios entre risas por las bromas que le hacía la compañera de su hijo.
La madre de Magdalena le prohibió ir a visitarla, sólo ella iba a su casa a verla. No era apropiado que en su nueva condición mantuviera sus antiguas amistades, decía. No era bueno para ella y Juan, el sexo y el alcohol son los enemigos del amor eterno, decía no sin sobrarle sabiduría. Sometía a Magdalena a largos interrogatorios sobre la relación, que desde su punto de vista se basaba en el sexo, no podía ser de otra forma.
Pero Magdalena y Juan sabían que si bien era el sexo lo que los unía, no era sólo eso, sentados mirando a la luna solían mandarse mensajes a través de ella. Y sólo entonces se involucraban todos los sentidos, todos los miembros, claro que ambos habían aprendido lo suyo, pues sin duda ella era una maestra en las artes del amor, no sólo en la barca, sino también en la casa, la que llenó de flores, alegría y remedios para el padre moribundo. Juan la seducía con versos eróticos y románticos que cantaba a lo largo de la jornada y ella se restregaba a su cuerpo todo lo que podía mientras él trabajaba. Se empeñaba en ayudarle con la red para coquetearle y sentir cómo sus músculos se tensaban mientras subía la red.

La prosperidad tocó a las puertas de Juan y pronto las envidias hicieron su efecto. Las malas lenguas decían que Magdalena era bruja, que Juan estaba progresando porque la mamá de ella lo estaba ayudando, en fin, una sarta de sandeces a las cuales Magdalena y Juan se mantenían ajenos ocupados en la salud del viejo, la cual empeoraba día a día.
Magdalena hacía hasta lo imposible por levantar la salud del viejo. Molía y procesaba cuidadosamente la amapola para dársela como remedio para el dolor que iba en aumento, lo mismo que la necesidad del medicamento.
El médico opinaba que era cuestión de tiempo. Magdalena dejó de ir con Juan a pescar. Sólo iba las noches de luna llena y hacían el amor después de un largo baño bajo su luz. Regresaban con las redes repletas de buena pesca. Habían contratado a un peón que lo llevaba a vender al pueblo. De vez en cuando éste era portador de alguna que otra noticia pero en general tenía el carácter silencioso de su patrón.
Magdalena sabía que lo único que podía hacer por el viejo era prepararle sus flores para que sufriera lo menos posible y lo hacía. El viejo murió en sus brazos, una noche de luna llena que ella se negó a ir con Juan porque ya veía muy mal a su suegro. No se sintió capaz de pedirle a Juan que se quedara, sabía que no iba a ser tan fuerte para estar presente. Le haría bien ir a trabajar. Su padre estaría satisfecho también de que él no alterara su vida por su enfermedad. Cuando regresó con las redes repletas le dijo a Juan que su padre había muerto esa mañana, mientras él pescaba y ella le daba su té para el dolor.
Magdalena notó que muy poca gente asistió al sepelio. No había sido muy buena la pesca para el resto del pueblo. Por supuesto había alrededor de ellos todo tipo de habladurías. Juan ni se enteró. Se la pasó ebrio todo el sepelio, el entierro y los tres meses que siguieron a la muerte de su padre. Gracias a que Magdalena había heredado no sólo los secretos eróticos sino también la habilidad mercantil que su madre tenía, la situación económica no se hizo mala, pero Juan y Magdalena se marchitaban a un tiempo. Uno por el alcohol y la otra por la angustia de verlo morirse poco a poco.
Si bien nunca dejaron de salir a pescar, era ella la que pescaba pues Juan se bebía todo el alcohol que podía y se quedaba dormido, y ahí donde antes había caricias y alegría quedaba la enorme tristeza que ambos sentían.
Cada vez menos gente se acercaba a la pareja que sobrevivía gracias a la buena voluntad de la suegra quien adoraba a Juan y aconsejaba a su hija mil remedios para apartarlo del alcohol.
Aquella mañana fatal, Juan estaba   sobrio. Ayudó a Magdalena a recogerse el cabello. Siempre había disfrutado verlo como cascada sobre su cuerpo cuando caía de rodillas ante ella en la barca. Se veía muy demacrada, los ojos hablaban de días sin dormir y tenían una enorme tristeza. Juan se sintió muy culpable, pero como siempre no dijo nada. Sólo le dio un largo beso antes de ayudarla a subir a la barca. Una vez en ella, en cuanto quedó atrás el pueblo y adelante sólo la luna, se puso a acariciarla como siempre. Ella fue tan ardiente como cuando se entregó a él por primera vez. De pronto Juan sintió que el cuerpo de Magdalena se aflojaba y pudo ver claramente su espíritu volando hacia la Luna llena, que esa noche brillaba más que nunca. Quiso detenerla, pero era tal la placidez con la cual se elevó y se fundió en ella, que entendió que era lo mejor, que ahora la tendría siempre con él, acompañándolo en el trabajo.
Juan dejó de beber y vendió todo, sale a pescar cada madrugada, al alba, se queda parado frente a la luna y le platica cómo va todo a Magdalena, los otros pescadores lo consideran su amuleto. A veces, Juan no va a pescar en días y dicen que no hay buena pesca.
Esa mañana como todas, Juan se sentó y pidió un aguardiente, pero no se lo bebió, sacó pescado y espero a ver si Magdalena aparecía a ofrecerle cocinarlo. Pidió un segundo trago, tampoco lo tocó. Comió su pescado seco y se levantó y pagó la cuenta. Se subió a su barca y remó hasta tener la luna llena de frente, esperando el momento de reunirse con su amada. Tal vez hoy era el día.

Aura Macías
Diciembre 2002






3 comentarios:

  1. Esto está medio manchadito pero lo publico tal cual lo encontré al parecer lo escribí alrededor del año 2000. Tomen en cuenta que era muy joven aún.

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  2. no Me parece manchado, está increíble, hay que ver como diablos los juntas y los ponemos en un librito, eres re buena, pero por lo pronto tienes que difundir siquiera el blog, eres genial =)

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